Lecciones de democracia participativa (caso EE.UU.)

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Por: Roger Senserrich

Un pequeño secreto a voces en casi  todos los regímenes democráticos es que las elecciones no son del todo igualitarias. Aunque todo el mundo puede tener el mismo derecho a votar, la realidad es que la participación varía mucho según edad, raza y clase social. En general (aunque las proporciones según país varían bastante), los jóvenes votan menos que los viejos, las minorías étnicas votan menos que el grupo mayoritario, los parados votan menos que los trabajadores y los pobres votan menos que los ricos. Aunque el coste de participar en unas elecciones es relativamente bajo, la participación nunca llega a ser uniforme, y está casi siempre sesgada a favor de grupos más acomodados dentro del sistema.

En una democracia, obviamente, no queremos que eso suceda: la participación electoral debería ser tan igualitaria como sea posible, así que políticas que incentiven la participación son a menudo necesarias, especialmente en elecciones de segundo orden que normalmente atraen menos atención. Sabemos que el coste de votar (en tiempo o en trámites necesarios) importa, y también sabemos que hacer del voto algo obligatorio tiene efectos positivos sobre la participación. El problema del voto obligatorio, sin embargo, es que no siempre es del todo práctico, y la idea de multar a alguien por no tener una opinión siempre me ha parecido un poco extraña. ¿Qué otras alternativas podemos buscar para reducir el coste de votar y aumentar la participación?

Se dice siempre que la participación electoral en Estados Unidos es patéticamente baja, y es cierto. En las elecciones al consejo escolar en Connecticut del año pasado en Hartford, la capital del estado, votó un espectacular 3% de los electores registrados. Aunque este es un caso bastante extremo (es una elección de cuarto orden, siendo generoso) no es extraño ver cifras por debajo del 25% en estatales y primarias.

Hay un estado en Estados Unidos, sin embargo, que tienen tasas de participación considerablemente más elevadas. En 1998 Oregón aprobó en referendum (con un 69% de votos a favor) implementar el voto universal por correo. El estado no tiene una jornada electoral el primer martes después del primer lunes de noviembre (el día tradicional para votar en Estados Unidos), sino que envía papeletas a todos sus votantes para todas las elecciones semanas antes de esa fecha, y estos pueden enviarlos por correo de vuelta o depositarlos en su ayuntamiento. El estado ni siquiera tiene urnas ni colegios electorales; todo se hace por correspondencia.

El resultado sobre las cifras de abstención debería ser considerable; los costes de participar, al fin y al cabo, son muchísimo más bajos. Los estudios, sin embargo, ofrecen resultados bastante modestos. Oregón tiene, de media, un 4% de participación adicional comparado con estados con voto presencial, con un efecto mayor para jóvenes y grupos que habitualmente participan poco. Colorado y Washington, los otros dos estados con voto general por correo, tienen también cifras de participación por encima de la media de Estados Unidos. Un examen más detallado de los datos en algunas jurisdicciones, sin embargo, señala que el aumento de la participación atribuible al voto por correo es prácticamente nulo.

¿Por qué los efectos de facilitar el voto de este modo no parece reducir la abstención? Hay dos motivos principales. Por un lado, Oregon, Washington y Colorado eran estados donde la participación electoral era bastante elevada ya antes de introducir estos cambios. En Estados Unidos cada estado decide cómo monta sus elecciones de forma completamente autónoma (el presidente, de hecho, es escogido siguiendo reglas casi completamente distintas según donde votes); esto quiere decir que votar puede ser muy fácil en una punta del país, pudiéndose uno registrar el mismo día de las elecciones, y muy incómodo en la otra punta, con larguísimas colas el día de las elecciones. Oregon, Washington y Colorado son relativamente homogéneos racialmente, sin grandes bolsas de pobreza, y siempre habían tenido normas electorales muy abiertas y participación elevada.

El segundo motivo es que a la hora de participar la facilidad para acudir a las urnas no es el único factor relevante. Informarse sobre qué votar no es siempre fácil (y más en Estados Unidos, donde a menudo se votan cosas bastante absurdas), y creer que votar vale remotamente la pena depende de muchos otros factores más allá de lo fácil que sea poner un voto en un sobre.

Como todo en política, en esto de la participación electoral no hay soluciones mágicas. Ni el voto por correo, ni el voto electrónico, traen consigo democracias participativas abiertas e igualitarias donde todos los grupos sociales dan su opinión en la misma proporción. Cuando pedimos referéndums para todo y elecciones constantes debemos ser conscientes que el poder votar, en solitario, no basta para conseguir una representación igualitaria. Hay arreglos institucionales que pueden contribuir a un aumento en la participación electoral, pero sus efectos son a menudo modestos. La movilización ciudadana real es cosa de políticos y partidos, no sólo de reglas institucionales.

Fuente: Politikon