(FIRMAS PRESS) Fue patética la forma en que el presidente Correa se enfrentó a la crisis. Ningún jefe de Estado serio se comporta de esa manera. Casi provoca un sangriento descalabro. Esa escena en la que se afloja el nudo de la corbata y reta a los policías a que lo maten pasará a la historia universal del disparate como una temeridad imperdonable en la que se mezclan la inmadurez, la bravuconería y la imprudencia. ¿Qué hubiera pasado si alguno de aquellos energúmenos le hubiera disparado? ¿Hubiese comenzado una suerte de guerra civil en la que acaso habrían muerto miles de ecuatorianos?
A ese hombre hay que serenarlo. El temperamento colérico no es el mejor para gobernar. En todo caso, lo que se ve es sólo una parte del problema. Aparentemente, la policía nacional ecuatoriana se insubordinó porque el parlamento había aprobado una ley que eliminaba ciertos privilegios de poca monta que beneficiaban a los uniformados: unos bonos cada cierto número de años, cestas navideñas y otras minucias que aliviaban las precarias condiciones de vida de los policías y sus familias.
Eso no es falso, pero el origen del mal es mucho más profundo: la absoluta indiferencia ante la ley que existe en ese país y en casi toda América Latina. Es verdad que los policías ecuatorianos actuaron de una manera censurable que les ganó el rechazo de toda América, desde Estados Unidos a la Argentina, pero también es cierto que en el pasado el presidente Correa ha actuado como le ha dado la gana con el poder legislativo y el judicial, ha utilizado porristas para acosar a sus adversarios, insulta a quien quiere, mantiene en constante jaque a la prensa, y nada o casi nada ha hecho por frenar la corrupción que pudre hasta el tuétano a su país: 2.2 en la escala de Transparencia Internacional, un índice del 1 al 10, en el que 10 sería la puntuación más alta de honradez y 1 la absoluta deshonestidad.
Se supone que cualquier país que caiga por debajo de 5 en la escala de Transparencia tiene un serio problema de corrupción que va más allá del número de personas que violan las leyes. Eso quiere decir que el poder judicial no funciona adecuadamente, que es tanto como admitir que la institución clave de cualquier sociedad moderna está en crisis. Por cada dígito que una sociedad baja en esa escala la situación se agrava. Por debajo de 4 comparecen México (3.3), Guatemala (3.4), Panamá (3.4), El Salvador (3.4), Colombia (3.7) y Brasil (3.7). Además de Ecuador, por debajo de 3 caen Paraguay (2.1), Bolivia (2.7), Argentina (2.9), Honduras (2.5) y Nicaragua (2.5). ¿El país más corrupto de América Latina? Venezuela (1.9). ¿Por encima de 5, en la franja honorable? Costa Rica (5.3), Puerto Rico (5.8). ¿Los más honrados? Chile (6.7) y Uruguay (6.7), ambos por encima de países como España (6.1) y muy cerca de Francia (6.9).
Es un mal latinoamericano. El gobierno mexicano, por ejemplo, está empeñado en sanear la terriblemente corrupta policía, pero no hace nada con las estructuras políticas que saquean al país desde hace dos siglos, y muy especialmente desde que el PRI, hace ochenta años, institucionalizó el desvalijamiento metódico de los presupuestos públicos a todos los niveles del Estado. ¿Por qué muchos policías no van a pactar con los narcos si saben que numerosos políticos y funcionarios de alto rango utilizan sus cargos para enriquecerse ilícitamente? No es posible que la clase dirigente de una sociedad elija selectivamente qué leyes se cumplen y qué leyes se violan, o quiénes están autorizados a romper las normas impunemente y quiénes deben pagar por ello.
¿Terminó el incidente ecuatoriano con el rescate del presidente Correa? No lo creo. La famosa “revolución ciudadana”, que proclama y defiende Correa, como se vio en este episodio, es más un fenómeno de agitación y sobresalto que de serena corrección de los males endémicos que afectan al país. Correa ha tenido problemas serios con las organizaciones de indígenas, con los maestros, con los universitarios, con los periodistas, con los empresarios. Es verdad que los conflictos forman parte de la realidad de cualquier gobierno, pero donde se equivoca este impetuoso político es en la manera de enfrentarlos. No acaba de entender que él fue elegido para solucionar problemas, no para crearlos ni agravarlos. [©FIRMAS PRESS]
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