Por Fran Carrillo
¿Cuántas veces nos hemos desilusionado al comprar un producto que adquirimos porque nos gustó su aspecto? ¿Cuántas veces hemos exportado nuestro enfado o descontento por el producto comprado ante amigos y familiares, a los que les contamos el “engaño” sufrido? Y lo que es más relevante, ¿por qué esas compras se han debido al impacto estético que el envase o envoltorio de ese producto ha provocado en nuestro subconsciente?
La importancia de un buen envoltorio es decisiva a la hora de persuadir, de inducir al cliente a la compra final del producto. La forma en la que la imagen, lo visual, penetra en nuestro subconsciente para “obligarnos” a adquirir un elemento determina nuestro juicio posterior (lo que la neurociencia denomina mecanismos perceptivos). El comportamiento del consumidor viene influenciado por diferentes parámetros culturales y personales que afectan directamente a la decisión final. Y esos parámetros se basan en las necesidades e intereses a satisfacer a partir de criterios racionales o emocionales de convencimiento. Pero cuando hablamos de persuasión olvidamos el concepto que legitima la acepción: razón. Porque persuadir es inducir o mover con RAZONES a alguien. Y olvidamos que la compra de un producto o la credibilidad de un orador a corto plazo viene determinada más por la emoción que generan sus palabras o su envase que por las razones que acompañan a las mismas, que sólo serán evaluables y testadas a medio plazo.
Pero lo serán. A medio plazo, sí, pero lo serán. Con la comunicación sucede lo mismo. Hay que aportar razones a las emociones que mueven a la acción. Por ello es indispensable que comuniquemos con sinceridad, que trabajemos el envoltorio de nuestra retórica (ademanes, gestos, potencia facial, etc.) teniendo en cuenta que sólo la consistencia moral de nuestras posteriores acciones provocará que la confianza generada siga vigente con el tiempo. La periferia sólo existe porque hay un núcleo que la define. No seamos vendedores de humo. No impostemos estilos ni nos asemejemos a actores que parecen que están declamando en todo momento. No forcemos gestos ni ademanes. Seamos naturales y planteemos ideas, propuestas, valores, principios… todo lo que constituye el fondo del discurso, el núcleo, el producto… el caramelo.
Pensemos por un momento qué sucede, qué experimentamos, cuando abrimos ese a priori atractivo envase, deshacemos ese, a priori persuasivo envoltorio, y vemos que el producto –lo que importa- no alcanza nuestras expectativas. O simplemente, que no hay producto y sólo era una sucesión de plásticos coloridos envueltos en celofán de buena calidad. Dicho de otro modo, ¿qué pasa cuando deshacemos el envoltorio y vemos que no hay caramelo? Nos desilusionamos, no confiamos más en esa marca, ese artefacto fallido, ese producto sin chicha. A muchos políticos, directivos y profesionales que habitualmente hablan en público les sucede a menudo este hecho: Venden un producto que no existe. Impactan con su comunicación a corto plazo, generan confianza con sus palabras en las distancias cortas. Pero una vez ha pasado el tiempo, su credibilidad empieza a resquebrajarse porque el consumidor (votante o cliente) ha visto que detrás de ese envoltorio retórico, de esa filosofía emocional que dispone expectativas altísimas y promete cheques en blanco, no hay absolutamente nada. Me encuentro con este problema día a día y siempre aconsejo lo mismo. No vendas expectativas altas que no puedas cumplir. No vendas impostura cuando tienes naturalidad en rebotica. No trabajes sólo el envoltorio porque detrás del humo sólo hay aire.
En Estados Unidos, muchos analistas consideran que la pérdida de popularidad de Obama entre sus votantes (ronda el 50% a un año de las presidenciales) se debe a la percepción de que no hay caramelo tras el envoltorio, o lo que es lo mismo, no hay gestión tras la comunicación. Cuando perdemos credibilidad es muy difícil que podamos recuperarla. Por ello debemos trabajar mucho nuestro perfil honesto, la sinceridad como elemento interior de nuestra oratoria, que asumimos y exportamos convencidos. De forma que lo que expresamos emocionalmente de forma pulcra y bella se corresponde con lo que más tarde van a ver quienes compran esa emoción.
Cuando comunicamos (y más si somos candidatos), tenemos que procurar que el atractivo envoltorio justifique plenamente la calidad del caramelo. Para que nuestra credibilidad como oradores no sea vea mermada y nos tachen de vulgares sofistas, poetas de la palabra que filosofan sin proponer, proponen en verso sin disponer en prosa y no tienen miedo al error puesto que no hay sustancia en la cazuela. Es decir, mienten sobre las características del caramelo simplemente porque saben que no hay caramelo. La falta de sinceridad afecta nuestra marca. Nos mueven las emociones pero nos convencen las razones. Lo primero conlleva tránsito, cambio, movimiento, pero una vez hemos llegado al punto de destino, queremos saber, necesitamos saber por qué estamos allí, que motivos nos empujan a seguir creyendo en lo que propones. Si todo es humo, si nada es verdad, si los fuegos de artificio retóricos no vienen acompañados de consistencia moral, toda la vehemencia mostrada antes se desvanece. En la triada SPS (Ser, Parecer y Saber) perdemos la primera y esa no se recupera. Léase por qué Aznar no ha sido respetado en sus declaraciones sobre la intervención en Libia después de lo de Irak o Zapatero cuando retoma el tema de la crisis después de sus discursos de 2008 negando la misma.
No hagamos magia con nuestra imagen y procuremos que la audiencia y el votante centre su atención en las dos manos, una la que muestra el caramelo con el envoltorio, otra la que lo quita y finalmente introduce su caramelo en la boca. Lo contrario sería dejarnos con la miel en los labios como receptores de esa comunicación. Y de esa comunicación fallida no tiene culpa nadie más que el propio orador.