Para México, los atentados representaron el abrupto final de una etapa de cooperación que apenas comenzaba a construirse
Por Zoé Robledo (*)
Ciudad de México (11 septiembre 2011).-
“Después de haber realizado tanto y alcanzado tan grande éxito, los Estados Unidos se encuentran ahora en ese punto histórico en que una gran nación está en peligro de perder su perspectiva de lo que queda exactamente dentro del reino de su poder y lo que está más allá del mismo”.
Senador J. William Fulbright, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado Norteamericano, 1966.
Primer impacto. Los testigos presenciales son contados, pero la magnitud del evento moviliza a todos los medios de comunicación existentes y la noticia recorre el territorio norteamericano, y después el mundo, a gran velocidad. La televisión convoca a la mayoría. Todos buscan respuestas en la pantalla chica. Televidentes y conductores se hacen uno en su confusión.
Segundo impacto. El objetivo es otro pero el resultado es el mismo. Esta vez es captado por millones de pupilas que observan, azoradas, el instante. La historia se despliega ante ellos no como un proceso, sino como un hecho específico del que son testigos en tiempo real. De uno y otro lado de la pantalla se lucha por encontrar contexto en medio del caos.
Los hechos ocurren en Dallas, Texas, la mañana del 24 de noviembre de 1963. Se calcula que había 20 millones de personas viendo la televisión cuando Jack Ruby asesinó a quemarropa a Lee Harvey Oswald, el hombre acusado de perpetrar el asesinato del 35º Presidente de Estados Unidos de América, John F. Kennedy.
Como un déjà vu colectivo, 37 años después la historia se repetía. La mañana del 11 de septiembre del 2001, nuevamente, Occidente se sumergía en ese extraño sentimiento que habita entre la perplejidad, el miedo y el luto. Nuevamente, casi por instinto, fuimos recibiendo y haciendo la misma llamada telefónica: “prende la televisión, un avión chocó en una de las Torres Gemelas de Nueva York”. Esas llamadas, multiplicadas, idénticas, fueron el preludio para presenciar “en vivo” el instante en el que una época se desmoronaba. El choque del segundo avión, el impacto emocional, una certeza convertida en conclusión: no es un accidente, es un ataque, el mundo va a cambiar.
El mundo antes del 11/9
En su primera plana del 11 de septiembre de 2001, el New York Times consigna la historia del secuestro de un avión. Una nota del periodista C. J. Chivers, que entonces cubría la fuente del Departamento de Policía de Nueva York, describía el arresto de Patrick Dolan Critton, un profesor de 54 años acusado de haber secuestrado un DC-9 de Air Canada, con la ruta Ontario-Toronto, en diciembre de 1971. Dolan Critton había obligado, pistola y granada en mano, a que la aeronave cambiara su curso hacia Cuba. Tuvo éxito y logró evadir la justicia durante 30 años, hasta que la modernidad lo alcanzó. Una búsqueda de su nombre en Google permitió que la policía lo localizara dando clases en una escuela de Westchester, en el condado de Nueva York. Diez años después, la historia de Dolan Critton adquiere un nuevo significado. No se trataba de una premonición de lo que ocurriría ese día, ni la expresión cotidiana de una sociedad que vivía aterrorizada por el terrorismo. No. Simplemente fue una coincidencia. Una sociedad que se consideraba intocable, blindada, podía ilustrar, con el caso del secuestro de un avión, las ventajas de un motor de búsqueda en internet para resolver crímenes del pasado. Fue hace apenas 10 años, pero ese mundo previo al 11/9 hoy parece muy lejano.
Ese sentimiento de seguridad e invulnerabilidad duró exactamente 4 mil 324 días. Entre la noche del jueves 9 de noviembre de 1989 y la mañana del 11 de septiembre de 2001. 11 años, 10 meses, 2 días entre la caída del Muro de Berlín, el momento simbólico que marcó el fin de la Guerra Fría, la desaparición de un mundo bipolar y el 11/9. Fue la década en la que surgió el mito de Estados Unidos como una superpotencia, hegemónica y bondadosa; resuelta a utilizar nuevos mecanismos para promover la estabilidad, la democracia y el respeto por los derechos humanos más allá de sus fronteras y de sus intereses estratégicos. Eran tiempos de Bill Clinton. Según su consejera para política exterior, Nancy Soderberg, Clinton estaba decidido a “alcanzar nuevas formas de confrontación, usar la fuerza con prudencia y la diplomacia de manera eficaz”. Eran épocas de grandes retos. El orden mundial caracterizado por el sistema bipolar era sustituido por el desorden: guerras civiles, conflictos étnicos, “Estados fallidos”, narcotráfico, terrorismo internacional, propagación de enfermedades contagiosas y degradación ambiental conformaban la colección de amenazas que debían ser enfrentadas. El mejor ejemplo de que ningún tema prevalecía sobre los demás es que en 1998, cuando Clinton lanzó un ataque preventivo contra Osama Bin Laden, algunos críticos lanzaron la disparatada idea de que el presidente estadounidense pretendía desviar la atención de la investigación sobre su relación con una becaria.
En los 10 años anteriores al 11/9, historiadores, políticos e intelectuales se esforzaban por definir el momento en que Estados Unidos emergía como única superpotencia. Zygmunt Bauman planteaba la idea de la Modernidad líquida (2000) como la condición de una sociedad que carece de un sentido de orientación claro, con precarios vínculos humanos, marcada por el individualismo y el carácter transitorio y volátil de sus relaciones. El fin de la historia de Francis Fukuyama (1992) afirmaba que todos los países aceptarían los valores democráticos occidentales, con lo cual terminaba el conflicto. Samuel Huntington en su Choque de Civilizaciones (1993) predecía que las divisiones religiosas y culturales los exacerbarían. Pero no hubo un acontecimiento particular en esa década que confirmara una u otra teoría. Hasta las 8:45 del 11 de septiembre de 2001.
El asesinato de tres mil estadounidenses en Nueva York, en Washington D.C. y en el vuelo derribado en Pensilvania cambió radicalmente el curso de la historia. Supuso el fin del mito de la invencibilidad estadounidense. Repentinamente, la superpotencia era vulnerable en su propio territorio, constituía un blanco debido a su riqueza, su cultura y su abrumadora fuerza militar ¿Cuáles fueron los trazos, cuáles las heridas más profundas, los cambios más notables, 10 años después?
Un nuevo orden mundial: la guerra contra el terror
El alcance más profundo del 11 de septiembre no se encuentra en el ataque mismo, sino en la respuesta de Estados Unidos y su entonces presidente, George W. Bush: le declaró la guerra al terrorismo. Su decisión recibió un sólido apoyo dentro y fuera de Estados Unidos. Todos cerraron filas. Incluso la OTAN invocó, por primera vez, el artículo V de su Acta de Fundación considerando que los ataques del 11/9 eran una ofensiva contra todos sus miembros.
La primera operación, “Libertad duradera”, consistió en invadir Afganistán, el país que servía de base de operaciones a Bin Laden y su organización terrorista Al Qaeda. Estados Unidos logró deponer al régimen talibán pero no consiguió capturar al principal protagonista, al enemigo público número uno del pueblo norteamericano. Entonces se abrieron dos opciones: que la genuina y espontánea ola de solidaridad y simpatía por los norteamericanos –víctimas por primera vez– sirviera para fortalecer un enfoque internacionalista y reforzar las reglas mundiales como medida para proteger los intereses nacionales; u optar por el consejo de los “hegemonistas” –Dick Cheney, Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld– que veían el ataque del 11 de septiembre como una oportunidad para conseguir otro propósito: invadir Iraq. Una opción significaba usar la fuerza para que las partes volvieran a la diplomacia, la otra usaba la diplomacia para justificar el uso de la fuerza. Es claro que Bush eligió la segunda opción.
El giro de la superpotencia herida fue el peor imaginable: las relaciones internacionales se volvieron relaciones de poder en las que prevalecía la fuerza y no el derecho. Reafirmaba la supremacía de Estados Unidos y, con ello, la legitimidad de imponer su visión del mundo, sus intereses y sus valores al resto de los países. Existía un convencimiento pleno de que el poder militar, la toma de decisiones unilaterales y la guerra preventiva eran las únicas formas de proteger los intereses de Estados Unidos. En el discurso sobre el Estado de la Unión pronunciado en el Congreso el 20 de septiembre del 2001, Bush es claro: “perseguiremos a las naciones que ayuden o den refugio al terrorismo. Toda nación, en toda región del mundo, ahora tiene que tomar una decisión. Están de nuestro lado o están del lado de los terroristas”.
La advertencia era para todos; estadounidenses incluidos. Todos eran llamados a aportar algo luego de la tragedia; y a los ciudadanos les tocaba sacrificar libertades civiles a cambio de seguridad. El 24 de octubre de 2001 fue aprobada tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado estadounidense la Ley Patriótica (USA PATRIOT Act, acrónimo de “Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism” –Unir y Fortalecer América al Proporcionar las Herramientas Necesarias para Interceptar y Obstruir el Terrorismo–). Presentada como una medida que permitiría desenmascarar a terroristas internacionales en suelo estadounidense, la Ley Patriótica confirió al Ejecutivo poderes sin precedentes a efecto de obtener información confidencial mediante el acceso a información personal (intervención telefónica, contenido de correos electrónicos y fichas de bibliotecas) a la vez que limitaba el acceso público a información gubernamental. La Ley Patriótica sólo obtuvo un voto en contra en el Senado, el del senador Russel Feingold, que advirtió: “una de las principales razones de que estemos en esta nueva guerra contra el terrorismo es la necesidad de preservar nuestra libertad. Si sacrificamos las libertades del pueblo norteamericano, habremos perdido esta guerra sin llegar a disparar un solo tiro”. Pero nadie escuchó esa advertencia.
Las concesiones en nombre del “orden y la seguridad” trajeron consigo síntomas del deterioro de la sociedad estadounidense y del sistema democrático. El argumento del 11/9 sirvió a los más perversos objetivos en aras de la protección contra el terrorismo. Se vulneraron valores y mecanismos del sistema de gestión multilateral construido por la comunidad internacional luego de la Segunda Guerra Mundial; la mentira y la manipulación se usaron como estrategias de gobierno, al tiempo que la creciente aceptación de la tortura como práctica en los interrogatorios se legalizó como política de Estado. Arrestos arbitrarios, torturas, desaparición de personas, encarcelamientos sin jueces, sin abogados ni con cargos declarados. Esa práctica tiene nombres e imágenes en el muro de la infamia: la cárcel iraquí de Abu Ghraib y las fotos que muestran las humillaciones y violencias a las que eran sometidos los prisioneros, el centro de detención afgano de Bagram y, desde luego, Guantánamo. Como lo señala el periodista argentino Eduardo Febbro: “Bush violó hasta el absurdo la esencia de la democracia”.
En la sociedad norteamericana se sembraron dos semillas: el miedo y el patriotismo exacerbado. El primero apareció como una conducta obsesiva. Ser vulnerables a un ataque en su propio territorio no formaba parte de la conciencia nacional, por lo que una sensación de emergencia permanente sustituyó la anterior sensación de normalidad. El segundo, el patriotismo, infalible aglutinante social, el que sanamente antepone el país al yo, fue invocado reiteradamente creando la unidad necesaria en momentos de amenaza y crisis. Pero luego el tiro salió por la culata y el patriotismo se convirtió en rechazo de las instituciones democráticas y la expansión de expresiones de intolerancia a lo proveniente del mundo exterior. No se entiende el surgimiento de movimientos de extrema derecha, como el Tea Party, sin esa simiente del patriotismo exacerbado a partir del 11 de septiembre, que, en palabras del politólogo argentino Dante Caputo, tienen como pilar ideológico el Excepcionalismo Norteamericano, “una doctrina que nació con los primeros colonos puritanos en el siglo XVII y marcó buena parte de la política de Estados Unidos. Podríamos comprimirla en una sola frase: Estados Unidos es una excepción, de modo que lo que se aplica al resto de las naciones no vale para ese país”. Los norteamericanos dejaron de creer que criticar a su país era prestarle un servicio. Fuera del elogio todo olía a traición. El 11 de septiembre marcó una transición hacia una nueva forma de entender los sucesos internacionales. Donde lo anormal, lo radical, lo extremo es definido como normal.
Ya lo prevenía Aldous Huxley en 1963 en The politics of Ecology : “puede haber discusiones acerca de la mejor manera de cultivar el trigo en un clima frío o de reforestar una montaña desnuda; pero tales discusiones jamás conducen a una matanza organizada. La matanza organizada es resultado de disputas en torno a preguntas como la siguiente: ¿cuál es la mejor de las naciones? ¿La mejor religión? ¿La mejor teoría política? ¿La mejor forma de gobierno? ¿Por qué son otros pueblos tan estúpidos y malvados? ¿Por qué no ven lo buenos e inteligentes que nosotros somos? ¿Por qué se resisten a nuestros benéficos esfuerzos por someterlos a nuestro dominio y convertirlos en algo semejante a nosotros mismos?”. El concepto clave para dar paso a una nueva etapa post 11/9 es la empatía.
México: oportunidad perdida
Tres ideas, tres momentos, en menos de 25 años, que entusiasmaron al país. En 1977 aprenderíamos a administrar la abundancia; en 1994, la entrada en vigor del TLC era nuestra invitación al primer mundo. En el febrero del 2001, el encuentro entre los presidentes Vicente Fox y George Bush en Guanajuato en la llamada “Cumbre de las botas” representaba el inicio de una nueva relación entre vecinos. Bush había elegido México como su primer destino internacional y a Fox como su anfitrión. Los mandatarios compartían algo más que la afición por la vida rural y los caballos; exploraban nuevos esquemas de cooperación bilateral en la que era, abiertamente, la relación diplomática más importante para los dos países. “Estados Unidos no tiene una relación más importante en el mundo que la que tiene con México”, declaró Bush. Y entonces llegó el 11 de septiembre. México se desdibujó de la agenda norteamericana; su importancia se supeditó a cuestiones de la seguridad nacional y el control de la frontera. El 11/9 supuso para nuestro país la suspensión de las negociaciones sobre un acuerdo migratorio que tenía como objetivo alcanzar la inmigración laboral regulada.
Por otro lado, el 11/9 despertó en México un debate sobre el grado de adhesión que el país debía prestar al vecino del norte. Fox no fue capaz de articular una estrategia ante los eventos. Sin compromisos concretos, la actitud de tibieza del presidente mexicano generó malestar en el gobierno norteamericano. Cuando el entonces canciller, Jorge Castañeda, concedió a Washington el derecho a las represalias bélicas, la lluvia de críticas fue casi unánime. Se evocó la tradición pacifista mexicana, la socorrida Doctrina Estrada y el principio de no intervención. Afloraron los resentimientos.
El gobierno norteamericano sabe actuar y tomar decisiones frente sus aliados o frente a quien públicamente los desaira. México ante a los hechos del 11 de septiembre actuó pobremente, con indefinición y poca sensibilidad. Tibio. Ante un suceso que enlutaba a una nación y cambiaba los referentes del mundo, el gobierno de Fox no actuó como se esperaba de un país aliado o al menos como socio y amigo, y lo más que pudo cosechar fue la distancia, la inconformidad y la desconfianza del gobierno de Bush. Nos perdimos en la ambigüedad, en la retórica, y así desperdiciamos una oportunidad histórica para replantear la relación entre países.
Lo que le quedó quizá a México como recuerdo del 11/9 fue la Ley de Protección Fronteriza contra el Terrorismo y de Control de la Inmigración Ilegal (diciembre de 2005), que entre otras cosas preveía la construcción de una barrera de contención física y vigilancia electrónica a lo largo de mil 125 kilómetros de la frontera con México y el posterior despliegue de 6 mil soldados de la Guardia Nacional para reforzar la vigilancia de la frontera.
La agenda bilateral desde entonces, se ha centrado en la seguridad de Estados Unidos y, a una década, los asuntos migratorios aguardan una nueva oportunidad, pero quizá algo más grave que todo eso es que México pasó a ser considerado parte de los riesgos de la nueva realidad de Estados Unidos.
¿Todo acaba con Osama?
El terrorismo, la presencia del Al Qaeda como sinónimo de enemigo público e incluso el ataque a los intereses y vidas de ciudadanos estadounidenses y sus aliados tenían una historia previa al 11/9. Al menos desde 1993 había empezado a registrase una creciente actividad de actos terroristas atribuidos a Al Qaeda contra intereses norteamericanos en distintos continentes. Uno de los más cruentos y con mayor número de víctimas fue el del 7 de agosto de 1998, en donde dos coches bomba explotaron simultáneamente en las embajadas estadounidenses en Nairobi y Dar es Salaam, provocando 224 muertes, 12 de ellas norteamericanas, y dos millares de heridos.
Tampoco el 11/9 pudo suponer el fin de los actos de la lucha de Al Qaeda. Basta recordar los atentados del 11 de marzo del 2004 en España, donde las explosiones en cuatro trenes de Madrid dejaron 192 muertos y casi dos millares de heridos, y el del 7 de julio de 2005 en el Reino Unido, en el que 56 personas fallecieron, cuatro de ellas terroristas suicidas, en cuatro atentados en las redes del Metro y autobuses de Londres. Después del 11/9 distintos atentados terroristas se han registrado también en Túnez, Indonesia, Arabia Saudita, Marruecos, Turquía, Egipto, Jordania, Iraq, Argelia y Yemen.
Diez años después, podemos decir claramente que los terroristas no han ganado. Pero, como dice Gideon Rose, en The U.S. vs. Al Qaeda , tampoco está claro que hayamos ganado nosotros. Sí sabemos, sin embargo, que muchas de las ideas comunes que se habían impuesto en los últimos años eran falsas y que el llamado mundo occidental, por cinismo, pero también por ignorancia, se había acabado creyendo sus propias mentiras. El filósofo español Josep Ramoneda afirma: “las revoluciones de la llamada primavera árabe, cargadas todavía de incertezas sobre su suerte final, nos han revelado que Al Qaeda está fuera de juego en muchos países del mundo islámico y que han sido las nuevas generaciones, más que los impulsos bélicos de Occidente, los que la han derrotado”.
La muerte del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, en una operación especial de los Navy Seals, se produjo casi dos décadas después del primer atentado del grupo terrorista en el World Trade Center de Nueva York en 1993 y casi 10 años más tarde de la destrucción de las Torres Gemelas. Diez años después del 11/9 Bin Laden ha sido asesinado. Y, poco a poco, el Primer Mundo va emergiendo del clima de miedo que los ataques terroristas, primero, y la guerra antiterrorista, después, habían instalado.
El mundo post 11/9
Desde el inicio de su mandato en 2009, Barack Obama emprendió una estrategia por reconciliar a Estados Unidos con el resto del mundo. Su discurso a favor del multilateralismo, el retiro gradual de tropas de Iraq, el impulso del desarme nuclear, la eliminación del diccionario oficial de la infame expresión “guerra al terrorismo” ha comenzado a dar resultados. Obama tiene a buena parte de la comunidad internacional detrás de él apoyándolo, y no de frente señalándolo. El Nobel de la Paz 2009 se entiende como estímulo a ese viraje del timón. El reto del aniversario del 11/9 será plantear un nuevo modelo. El asesor de seguridad nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, se hace una pregunta clave: ¿dominación global o liderazgo global? Y responde: “El reto de los Estados Unidos será conformar un nuevo orden global basado en intereses compartidos por vía de la cooperación multilateral”. O, como dice Morris Berman, “el punto obvio de comparación es Roma en el periodo tardío del Imperio, y es importante recordar que la clave de la decadencia fueron las contradicciones internas que le llevaron a su propio derrumbe”.
Diez años después del 11/9 todos los elementos que hacían a Estados Unidos la única superpotencia realmente global se vieron disminuidos: su poderío militar se tardó casi una década para encontrar a Bin Laden; la ilusión de la vitalidad económica se encontró en 2008 con la realidad de la peor crisis financiera desde 1929; su tradición democrática se puso en entredicho con la limitación de libertades civiles de la llamada Ley Patriótica; su compromiso con la libertad y los derechos humanos adquirió nuevo significado con los nombres Guantánamo y Abu Ghraib.
El escritor y abogado musulmán Wajahat Ali ofrece y propone a los estadounidenses cuatro erres para este décimo aniversario: Recuerdo. De aquel día en que las dos torres cayeron, pero una nación de millones se levantó. Reconciliación. Con nuestros vecinos y ciudadanos de diferentes tradiciones religiosas y etnias que comparten el mismo ADN espiritual de “ser estadounidenses”, o por lo menos “más humanos”. Recuperación. Para una nación que intenta liberarse de la sombra amenazante de una tragedia que, en ocasiones, hizo sucumbir a sus peores miedos, histerias y paranoias. Resolver. Esperando que Estados Unidos, aplique en la práctica y en la realidad lo que sigue sin realizarse, con ciertos límites, del potencial de sus valores.
El 11/9 nos cambió la imagen del mundo. La imagen del mundo bipolar, permanentemente tenso donde el águila y el oso median recurrentemente sus fuerzas, pasó ahora a la imagen de un gran elefante de enorme fuerza y desproporcionado tamaño atacado por millones de pequeñas hormigas.
El 11/9 representó el viraje más importante e influyente en la evolución moderna de Estados Unidos y de su política. Bush y Obama son los lados opuestos de esta inflexión. Probablemente se requiera una década más para confirmar qué lado prevalecerá. Si volvemos al mundo previo al 11/9, superando la pesadilla del atentado y los años subsiguientes con un nuevo aliento al desarrollo del mundo y de las libertades, o si permanece la expresión de temor social anteponiendo la seguridad sobre la libertad.
Es cierto lo que dijo Norman Mailer poco antes de morir: “los sucesos del 11 de septiembre no se borrarán jamás de nuestra historia, porque no sólo fueron un desastre cataclísmico, sino un símbolo, descomunal y misterioso, de no sabemos qué; una obsesión que nos asaltará una y otra vez en los próximos decenios”.
Pero eso no significa que no podamos tener la esperanza que que hoy, 10 años después, se cierre un ciclo y comience otro que promete ser mejor.
(*)Zoe Robledo. Analista Político
Twitter @zoerobledo
Fuente: Reforma.com.mx