“No me gustan los políticos llorones. Me gustan los políticos que no traslucen emociones.” Esta frase la acaba de publicar Fernando Sánchez Dragó en su blog de El Mundo. El comunicado de ETA ha sacado a la luz las emociones de algunos políticos españoles. Más patente en los sectores de la izquierda que en la derecha, hemos visto alguna que otra lágrima que no sabemos si responde a las emociones de los acontecimientos o a la necesidad de conectar con los votantes en busca de apoyos para el 20N. Pero ¿por qué las emociones conectan?
Las emociones permiten acercar al político a los votantes, siempre y cuando se enmarque en la proporción adecuada y ésta sea creíble. Es decir, la sobreactuación suele delatar la estrategia del candidato y éste puede resultar “herido de muerte”. Por eso, es importante controlar los límites de la actuación y anticiparse a lo que los votantes quieren ver, buscar el momento. Así, Bush padre lloró defendiendo el liderazgo de su hijo Jeb; Obama lloró en el funeral de Dorothy Height, activista que luchó por los derechos civiles de afroamericanos o Patxi López lloró este sábado con la resolución del conflicto vasco.
Y parece que la historia de los presidentes mundiales se aleja de la famosa frase de la madre de Boabdil, el último rey de Granada: “llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre”. La política actual parece haber dado carta blanca a los hombres para las lágrimas, que ya se emocionan en público como es el caso de los dos presidentes Bush, de Obama, de Lula o de algunos socialistas. Entre las mujeres hay dos tendencias: las europeas como Margaret Thatcher o Ángela Merkel que mantienen el tipo y se convierten en damas de hierro, modelos de rígida educación victoriana, y las latinoamericanas, que no tienen ningún pudor en exponer sus sentimientos, como es el caso de la recientemente reelegida Cristina Fernández de Kirchner.
La razón de estas dos líneas es la necesidad de conectar ante públicos diversos y sociedades que requieren o no que sus dirigentes se emocionen. Si no se acierta con precisión, se consigue el efecto contrario, no se conecta con el electorado, y se cae en el artificio.
Fuente: Redondo y Asoc.