Por Luis Arroyo
Quienes están en el auditorio podrían verlos, pero apenas los intuyen. Y para quienes observan en televisión quedan fuera del plano y resultan completamente invisibles. Sólo de vez en cuando, quizá cuándo el zoom se abre y se ofrece una panorámica más amplia de la sala, pueden con mucha atención observarse esos dos mástiles de algo más de metro y medio, que terminan en dos cristales transparentes inclinados, a ambos lados del orador, formando con él un triángulo equilátero.
Hace solo unos días los vimos delante de Enrique Peña Nieto, el nuevo presidente de México. Leyó su discurso de toma de posesión en los cristales. Después de los largos y protocolarios saludos, leídos sin mayor impacto sobre el papel, a partir del minuto 2:15, la mirada del presidente empieza a volar con un efecto impresionante. Peña Nieto establece así conexión con su audiencia, puede entonar mejor, enfatizar y expresarse con sus gestos, en lugar de enseñar la coronilla al público, con ese característico gesto de sumisión y ensimismamiento de quien se limita a leer, con más o menos arte, un papel sobre la bandeja del podio.
Hemos encontrado los dos cristales en los discursos de primeros ministros, de candidatos y líderes sociales y políticos de todo el mundo. Zapatero los utilizó ocasionalmente al principio, pero el que fuera presidente del Gobierno en España rara vez se sometía a la disciplina de un texto escrito, por lo que los cristales quedaron en un almacén de la calle Ferraz en Madrid. Por lo demás, el parlamento español, con su tribuna elevada en el vértice de una breve escalera, impide situar los dos mástiles de manera discreta, como puede hacerse en el parlamento alemán, o, sin ir tan lejos, tan sólo diez kilómetros más allá, en la Asamblea de Madrid. De hecho, la presidenta de la Comunidad, la siempre audaz y locuaz Esperanza Aguirre, ya no ofrecía discurso relevante en el parlamento regional sin la ayuda inestimable de su teleprompter.
En algunos foros del mundo, como el impresionante plenario de las Naciones Unidas, el hemiciclo del Capitolio que reúne la Cámara de Representantes en Estados Unidos, y miles de salones de plenos y conferencias, ya se prevé que el orador de turno pueda hacer uso del artilugio, y se deja allí plantado o se instala bajo petición. La práctica se está extendiendo a toda velocidad: tanto, que ya la han incorporado también los presidentes de corporaciones y los receptores de honores, premios y homenajes. Leer en el prompter se está convirtiendo en una práctica comunicativa tan habitual, proporcionalmente, como abrir una cuenta en Twitter o consultar el seguimiento de las noticias en una tableta. Y de efecto mucho más impresionante.
Aunque la lectura en el cristal ya era imprescindible para sus antecesores Bush hijo y Clinton, ha sido Obama el presidente estadounidense que lo ha utilizado de manera más intensa. Tanto, que para los republicanos se convitió en una jugosa broma decir que Obama no era nadie sin su teleprompter. Recientemente, el influyente diario Politico contó las diez mejores bromas sobre el presidente y su teleprompter. En uno de ellas, el propio vicepresidente Biden, que cuando leía un discurso sufrió la caída de uno de los espejos, se pregunta: “¿Que le voy a decir al presidente cuando le cuente que su telepromper se ha roto? ¿Que hará entonces?” Claro que el propio bromista estaba leyendo del cacharro en ese mismo momento. Biden lo usa tanto como el propio presidente en sus discursos.
Romney, por su parte, no ha parado de hacer chanzas sobre cómo abusa supuestamente Obama de su máquina. ”Habla bien. Lee bien el teleprompter”, suele decir sobre el presidente.
Sin embargo, el propio Romney es un habilidoso lector de los cristales, y reconoció recientemente su utilidad. Fuera (teóricamente) de micrófono antes de una entrevista con el muy conservador Sean Hannity de Fox, reconocía al periodista que el uso del prompter “tiene cierto sentido: te ayuda a no decir lo que no quieres decir. Logras fijar el mensaje”. “Sí, por supuesto,” -coincide Hannity- “Es inteligente. No quieres cometer errores. Déjame que te diga: ahí fuera están dispuestos a destripar a quien cometa un error”. Está bien ese arranque de sinceridad en un presentador/humorista que ha hecho no menos de 200 bromassobre el uso que el presidente hace de la herramienta. El periodista que filtró el vídeo de la conversación privada fue despedido de forma fulminante y los republicanos no dejaron de hacer gracias sobre el asunto. En otro ejemplo de lo absurdo de esa crítica, mientras Clint Eastwood se mofaba del candidato Obama hablándole a una silla vacía, como expresando que el presidente no es nadie sin un discurso discurriendo por los espejos, tenía frente a sí los dos mástiles que estaban utilizando prácticamente todos los oradores invitados a hablar durante la convención republicana.
En realidad, el uso del teleprompter es tan frecuente en el lado conservador como en el progresista, y comienza a serlo también en las juntas generales de accionistas, las aulas magnas de las universidades y las salas de prensa de cualquier condición. Hablan con él ministros, alcaldes, obispos y reyes. También consejeros delegados, científicos y premios nobel. El efecto es realmente espectacular. La oradora o el orador ya no mira al papel, sino al público: a un lado y a otro. La conexión visual con la audiencia le permite interpretar mejor su pieza. Mejora la entonación, el gestual y el manejo de las pausas. La sensación, naturalmente, es que, de alguna manera, quien habla improvisa (“prompter” comparte raíz con el latín impromptus: “sin preparación”). La audiencia no se plantea si el orador está o no leyendo en algún lugar o se ha aprendido el texto de memoria o, quizá, está ofreciendo un texto que no tenía preparado.
El efecto es mágico; aunque, en realidad, no ofrezca otra cosa que la extensión de la simple práctica de leer un discurso sobre un papel. Como dice el prestigioso Robert Schlesinger (autor de la mejor historia sobre los escritores de discursos presidenciales en Estados Unidos, White House Ghosts), ”el teleprompter es una herramienta. Seguro que es última tecnología si vienes de los años 50 (…), pero en definitiva se trata sólo de un medio para hacer declaraciones preparadas, algo que no es sustancialmente distinto de una hoja de papel o un atril”.
Así es. La idea de poner los textos en un lugar distinto del papel que permita al orador mirar al frente, tiene una larga historia, de ya más de 50 años. Su plasmación inicial era un tosco papiro mecánico metido en un cajón, que mostraba el texto en papel a los nuevos actores y presentadores de televisión. Pero tan pronto como 1952, ya en la convención demócrata de aquel año, 47 de los 58 grandes discursos utilizaron el teleprompter, aún demasiado visible para la audiencia, con una suerte de pantalla enfrente del orador. El expresidente Hoover comenzó a usarlo haciendo campaña para Eisenhower, y el propio Eisenhower lo hizo famoso cuando ese mismo año, durante un discurso, en la radio (aunque no en la sala) se le oyó decir: “¡Vamos, vamos, vamos! ¡Maldita sea, quiero que se mueva!”. La prensa cubrió el asunto con profusión y el prompter se hizo de pronto conocido para el público.
Desde entonces, todos y cada uno los presidentes de los Estados Unidos han utilizado la máquina en mayor o menor medida, una práctica que desde allí se ha ido extendiendo por el mundo entero. Resulta exótico por eso leer de la pluma de expresidente peruano Alan García (en su libro Pida la palabra, p. 21), que “no hay mayor patraña que el llamado telepronter (sic), en el que los expositores, fingiendo espontaneidad, leen lo que otros o ellos mismos han escrito, en la pantalla colocada tras la cámara que los filma. La gente se entera de lo que dicen, se informa, pero no los siente ni se conecta con ellos. El telepronter (sic) y la lectura de papeles son una usurpación de lo escrito sobre la comunicación oral”. Respetable opinión, pero muy anacrónica y poco realista. Para quien tiene que leer discursos, que es la práctica totalidad de los oradores del mundo, el teleprompter es simplemente un sustitutivo del papel que permite mejorar de forma exponencial la conexión con la audiencia, la entonación y la gestualidad, imprimiendo naturalidad al discurso. Que haya pianistas capaces de improvisar magníficas melodías, acaso sin conocer siquiera solfeo, no impide que la práctica recomendable sea practicar con una partitura, y aún interpretar la música con ella delante.
Por lo demás, los mejores oradores no se limitan a leer sin más. Más bien “dialogan” con el teleprompter: añaden alguna frase, quitan otra. Enfatizan los comienzos con alguna exclamación, se dirigen directamente a la audiencia reclamando su atención en algún punto. Con el papel es más difícil hacerlo, porque uno está más pendiente de no perderse en el bosque de letras, que de conectar con la audiencia, y porque la pérdida de la visión del auditorio aleja a la oradora o al orador del lugar en el que realmente está.
Quizá el ejemplo más portensoso de ese trabajo fascinante que es el diálogo con la audiencia, lo proporcionó el mejor orador político de nuestro tiempo, Bill Clinton, durante la última convención demócrata. Alguien se tomó la molestia de comparar el texto que el prompter iba ofreciéndole al expresidente, con lo que finalmente dijo. Como contábamos aquí hace unas semanas,
el Teleprompter, bien gestionado por los profesionales, va a un buen ritmo. Pero Clinton resulta tan natural al conectar con el público que le gana a la máquina con las florituras que añade. (“Escuchen atentamente esto…”; “es realmente alucinante…”; “¿oísteis lo que decían? Yo sí lo oí”; “hay que tener cara dura para atacar a una persona que hizo lo que tú hiciste”). Cuando añade esas pequeñas apostillas – el “espera un momento” y los “escuchad” y el “de verdad, pensemos en esto” – se trata de más que de un tic: está desarrollando una estrategia astuta, promoviendo la ilusión de que el discurso está todo él improvisado.
Cada vez que el Teleprompter da a Clinton una lista, él automáticamente la embellece con intensidad rítmica, construyendo un paralelismo, demostrando que es el mejor escritor de discursos. El Teleprompter le dice que la política energética de Obama “reducirá tu factura de gasolina a la mitad, nos hará más independientes, cortará las emisiones de efecto invernadero, y sumará otros 500 mil puestos empleos.” Pero Clinton dice: “Logrará reducir tu factura de la gasolina ala mitad… Logrará hacernos más independientes… Logrará cortar las emisiones de efecto invernadero…”
Por eso, esos dos discretos espejos frente al orador, en los que nadie repara, ni en el salón ni al otro lado de las pantallas, no son solo una herramienta óptima para ofrecer discursos más persuasivos y más seductores; sino también para mejorar, aunque luego se opte por el uso del papel, la capacidad persuasiva de los oradores de hoy. Una sesión de entrenamiento con teleprompter resulta tan intensa y realista – y tan entretenida – como lo es para un piloto el uso de un simulador de vuelo. Preparar un discurso con papel es imbuirse en la lectura y tratar de levantar el vuelo de vez en cuando, que no es poco. Pero prepararlo con teleprompter es dejar volar la mirada y las palabras al encuentro mágico con el público.
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Fuente: Blog de Luis Arroyo