Se trata de un recurso frecuente y recurrente por parte de nuestros dirigentes. La amenaza al alcance de todos y en todas las esferas multinivel, desde política internacional a política local, ahí está ella. Sin embargo, el uso de la amenaza y su repercusión mediática conlleva un riesgo que suele pasar desapercibido en el momento de su uso pero que siempre sale al final del camino. 

Este recurso suele frecuentar escenarios políticos “calientes”, momentos de tensión diplomática o ser fruto del resultado de una falta de inteligencia emocional suficiente para reconducir distintas situaciones. Y, además a los medios de comunicación les gusta y disfrutan de fabulosos titulares fáciles de publicar y fáciles de vender. En muchos casos, el político o la política de turno suele ver con buenos ojos el alcance e impacto de su mensaje (¡que se enteren todos!) con un ridículo orgullo al ver su “poderosa” amenaza publicada.

Tampoco nos engañemos, amenazar es más fácil que dialogar, claro que sí, pero también conlleva una responsabilidad en términos de reputación muy importante. Un paso que muchos no ven antes de meter la pata hasta el fondo y luego buscar cualquier cuerda para dar marcha atrás. Uno de los principales riesgos de una amenaza reside en su incumplimiento y en su impacto en la credibilidad posterior a la palabra del gobernante si no la cumple. Podrás levantar la voz, pero no te creerán por más que avises que viene el lobo de nuevo.

La amenaza no es grata, no es un mensaje agradable ni para quien la pronuncia ni para quien la recibe, y de hecho, suele provocar en la mayoría de ocasiones un bloqueo en sus posiciones casi de forma automática por parte de los receptores. Si uno fracasa en su proceso de diálogo se le pueden atribuir calificativos mas o menos llevaderos en función del problema en cuestión, no obstante, si uno fracasa en el cumplimiento de su amenaza los calificativos asociados a una ave en particular vienen que ni rodado.

 Fuente:  Ximo Valls Blog