Por: Andrea Valeiras
Si algo caracteriza a la obra de Shakespeare es su atemporalidad: el contexto puede haber cambiado pero el ser humano, en su más pura esencia, no lo ha hecho. Las ambiciones, los odios y pasiones siguen siendo el motor que mueve al hombre, causa de sus acciones y responsable de sus consecuencias.
El objetivo de los dramas que escribió el Bardo de Avon es el poder, o sea, el mismo objetivo que el “drama” de la política. Su búsqueda no es solamente un elemento de fondo, sino que llega a ser la verdadero protagonista en muchas de sus obras.
Shakespeare supo copiar, con extremada sensibilidad y exactitud, el fenómeno del poder como pasión, fuerza, afán, tensión… En definitiva, explicó su significado como motor del conflicto humano, hasta sus más profundos matices, creó personajes dramáticos sobre argumentos históricos que trascendieron al original, convirtiéndose en prototipos permanentes del comportamiento humano ante la lucha por el poder. Shakespeare narró todas las etapas de la lucha por el poder, desde los momentos en que los ciudadanos comienzan a cuestionarse la legitimidad del orden establecido y la justicia, como en el caso de Coriolanus hasta la ejecución de los impulsos provocados por ambición desmedida de que acaba con el asesinato como en los casos de Macbeth o Julio César, por ejemplo.
Este empleo político de la obra de Shakespeare comenzó por él mismo. El escritor vivió durante el reinado de Elizabeth I (cuyo nacimiento se celebra al final de la obra Henry VIII), la última de la dinastía Tudor, y en algunos sectores se ha considerado una parte de su obra como propaganda 1 de dicha casa, ya que alerta acerca de los peligros de la guerra civil y homenajea a los fundadores de la estirpe. Además, presenta a Richard III (el último descendiente de la casa York, principal rival de los Tudor) como un monstruo mientras que alaba al usurpador Henry III, perfiles que han sido ampliamente discutidos por los historiadores a través de los años. Incluso en algunas de sus obras (por ejemplo,Richard III) se advierte del fin de una era (la etapa medieval) con la irrupción del maquiavelismo y recuerda con nostalgia la Alta Edad Media. Además, Shakespeare justifica rebeliones en ciertos casos e incluso el tiranicidio pero no utiliza la historia inglesa para ello, sino que lo engloba en obras que ambienta en la Antigua Roma (Julio César), Dinamarca (Hamlet) o
Escocia (Macbeth).
Si bien Shakespeare nunca fue un propagandista al uso, ya que solamente pretendía invitar al público a sacar sus propias conclusiones y a cuestionar el orden establecido. Además de presunta propaganda política, también se dice que en sus obras se esconden alusiones a sus fuertes creencias católicas y sus miedos respecto al futuro de Inglaterra. Desde la defensa (en boca de sus personajes) de la fe en la “verdadera religión antigua” señalaba al catolicismo que su familia y él parecían practicar. En su época la censura y la quema de panfletos “ilegales” estaban a la orden del día, por lo que sus mensajes debían estar ocultos y disimulados. De la misma manera expresaba su intranquilidad respecto a la situación política imperante, empleando metáforas como “tempestad” o “tormenta” para referirse a los problemas británicos. Incluso se afirma que las referencias al sol constituyen una metáfora de Dios y que los personajes a los que describe como “bronceados” (por ejemplo Viola, Imogen o Portia) son aquellos a los que considera más cercanos a la divinidad. Otra posible clave se encontraría en las referencias al número cinco (las heridas de Jesucristo) cuando el escritor describe flores, heraldos o incluso marcas de nacimiento, por ejemplo.
Pero Shakespeare no solo hizo un claro y preciso retrato de la sociedad política de su tiempo (y del pasado), sino que dejó los ingredientes que seguirían utilizándose siglos después con el fin de continuar retratando sociedades y épocas, en muchos casos con una intencionalidad que va más allá de la mera narrativa histórica.
“The play’s the thing. Wherein I’ll catch the conscience of the king” (Hamlet, Act 2, Scene 2)
El 8 de febrero de 1601 tuvo lugar la fallida rebelión que intentaba conquistar el trono inglés para el Conde de Essex. La noche anterior los conspiradores pagaron a la Shakespeare’s Company para que representasen Richard III, obra en la que acontecían eventos similares, con el fin de alentar a los rebeldes. En la investigación que siguió al alzamiento se ejecutó a varios de los asistentes a la representación, si bien los actores fueron eximidos de cualquier cargo delictivo.
La Guerra Civil de 1640 fue más religiosa que política (la ejecución de Charles I se relacionó también con sus creencias católicas) y trajo consigo el cierre de numerosos teatros públicos en una “campaña por la moral pública”. Cuando más de una década después su hijo Charles II regresó a Inglaterra de su exilio en Francia, una de las primeras medidas de su reinado fue la reapertura de los teatros. La patente de uno de ellos fue otorgada al dramaturgo William Davenant, quién decidió devolver el favor de alguna manera adaptado la obra Macbeth. Los paralelismos con la historia son innegables: un rey asesinado por rebeldes ambiciosos, una etapa de oscuridad y confusión y, finalmente, un nuevo gobernante justo y legítimo. Mediante esta adaptación, Davenant transmitía la obra que Shakespeare probablemente había escrito para honrar al abuelo de Charles II, James I, promesa de un nuevo reinado de paz y prosperidad.
Durante los siglos XVII y XVIII las adaptaciones de las obras del Bardo fueron alteradas. Tal como hiciera Davenant, se incluyeron discursos y escenas nuevas a fin de que cada dramaturgo incluyese determinados mensajes que le interesaba transmitir. A día de hoy esto nos parece casi inconcebible pero en aquella época reescribir una obra era más común de lo que pensamos. Uno de los más duraderos ejemplos de alteraciones fue El Rey Lear, cuyas representaciones entre 1681 y 1823 terminaban con un final feliz que incluía una boda entre Edgar y Cordelia. Del mismo modo, La Tempestad se convirtió en una ópera con un nuevo conjunto de personajes. Estos cambios no solo eran permitidos, sino esperados, y daban a la gente con profundas convicciones políticas y religiosas la oportunidad de declarar sus ideas valiéndose de la fama de Shakespeare.
El nombre del escritor acababa saliendo de un modo u otro los grandes debates políticos del s. XIX. Por ejemplo, una discusión acerca de la esclavitud traía argumentos sacados de Otelo o la defensa de los derechos civiles para los judíos se apoyaba en El Mercader de Venecia. Por supuesto, esto no sucedía solamente en Inglaterra; durante la era de la crisis política y social que reinaba en Alemania a mediados del s. XIX, el poeta Ferdinand Freiligrath escribió un poema llamado “Deutschland ist Hamlet” en el que lamentaba la situación de indecisión en cuanto a la búsqueda de la identidad alemana.
El convulso siglo XX fue el contexto perfecto para que las adaptaciones con tintes políticos removiesen las conciencias y alentasen al público que padecía bajo regímenes abusivos. Encontramos un ejemplo en la representación de Hamlet que Jan Kott presentó en Polonia en 1956, poco después del XX Congreso del Partido Comunista Soviético. La traducción del texto fue casi literal pero se enfocó como una obra de protesta contra la represión soviética. Cuando Hamlet dijo “Dinamarca es una prisión”, el público estalló en aplausos. Sin embargo, en este caso nos hallamos ante un camino de dos direcciones, ya que la URSS también promocionaba las obras de Shakespeare y se apropiaba de su discurso, atribuyendo su propia ideología al escritor (el crítico R. M. Samarin afirmaba que el Bardo veía a la humanidad desde el punto de vista comunista, dado que definía al hombre como “participante activo en la sociedad y no una lastimera criatura de Dios”).
Si bien resulta chocante que estos dos bandos utilizasen a su favor a la misma figura literaria, aún es más llamativo considerar que las representaciones de Shakespeare se encontraban entre las más populares en el teatro judío entre los años veinte y treita y, al mismo tiempo, estas mismas obras eran los únicos trabajos culturales de una nación perteneciente a los Aliados que estaban permitidas en la Alemania nazi. Los regímenes totalitarios y la obra de Shakespeare parecen ser una constante en la agitada época que rodeaba a los conflictos bélicos europeos. Encontramos otro caso de reinterpretación de Shakespeare en la versión de Julio César que Orson Welles presentó en el Teatro Mercury en 1937. En ella se fusionan la Antigüedad Clásica y el momento que se vivía en la Italia de Entreguerras, con el nazismo y el fascismo en su punto álgido.
Esta práctica de retratar a gobernantes de carácter dictatorial mediante obras de Shakespeare no ha desaparecido; en 2014 Ben Wishaw declaró que Muamar el Gadafi fue una de sus inspiraciones a la hora de interpretar a Richard II.
No fue solo el teatro el medio elegido para dar una dimensión contemporánea a la faceta política de la obra de Shakespeare. Las adaptaciones al cine también incluyeron alteraciones y diferentes énfasis en la perspectiva de la historia narrada. Destaca el caso Henry V, llevado al cine por Lawrence Olivier (1940) y Kenneth Branagh (1989). La versión de Olivier presentaba a un rey (que dibujó aún más virtuoso que el creado por Shakespeare) guiando a su Pueblo a una victoria heroica, fomentando el patriotismo y eliminando las escenas que representaban las atrocidades de los soldados ingleses. Se trataba de un ejercicio de propaganda y fomento de la devocióna las tropas, un filme que transmitía un mensaje de esperanza muy necesario en la época en la que la película fue estrenada. Por el contrario, Branagh ofreció una visión menos romántica y más cruda. El contexto histórico en el que se presentó su versión era el fin de la Guerra Fría; el enemigo ya no parecía tan monstruoso y la guerra no parecía tan épica y heroica. Esta película es mucho más cínica y no duda en centrarse en aspectos más introspectivos como la duda, la moral la ira y el miedo. Mientras que las escenas bélicas de Olivier eran grandiosas y heroicas, las de Branagh reflejaban una atmósfera mucho más oscura y descarnada. Además, esta última versión recupera las escenas que muestran el lado no tan noble de las tropas que Olivier había eliminado, dotando así a la película de un discurso que muestra los aspectos más crueles de la campaña militar inglesa. Ambos mensajes se entendieron y cumplieron su función: de aliento en el primer caso y como agitador de conciencias en el segundo (si bien Branagh fue muy criticado en los sectores más conservadores).
En los últimos años se ha continuado equiparando figuras y mensajes políticos con la obra de Shakespeare. Los periódicos norteamericanos compararon a Bill Clinton con varios personajes de la obra del Bardo, sobre todo con Henry IV robando el trono a Richard II. Además, una producción de Antonio y Cleopatra durante la época del escándalo Lewinski trazó varios paralelismos entre Antonio y Clinton (“un líder y un libertino al mismo tiempo”). Otro ejemplo, en este caso implicando a un republicano, lo encontramos en un artículo del New York Daily News en 2013: “La producción de Shakespeare que se presenta este año en Central Park habla del líder de una nación que invade un país distrayendo así la atención de la gente del dudoso camino que le llevó al poder. ¿El Presidente George W. Bush? No, Henry V”.
Es común que los ocupantes o candidatos a la Casa Blanca sean retratados como personajes de Shakespeare. El Wall Street Journal se refirió a John McCain como un Rey Lear senil cuyos intentos por ejecutar su poder acababarían en tragedia, mientras que otros medios definían a Romney como un controlador Octavius. Incluso se invocó a Macbethpara hablar del comportamiento del feudo republicano en un debate: “un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin significado alguno”. También con Lady Macbeth es comparada la actual candidata a la Casa Blanca, Hillary Clinton desde mucho antes de que dejase de ser la esposa del gobernante para postularse ella misma como líder.
Conclusión
Queda claro que la atemporalidad de la obra de Shakespeare ha sido empleada mucho más allá de lo meramente cultural. Al igual que las prácticas Maquiavélicas o las tácticas de oratoria de Cicerón, el retrato que el Bardo hace del alma humana y de sus pasiones, orientadas en muchos casos a la conquista del poder, es más actual cada día que pasa. El precio de su prestigio es el aprovechamiento de su figura y su obra en pos de intereses partidistas y gubernamentales, siéndole atribuídas ideologías que no profesaba. La patente actualidad de sus historias nos hace comprender que el pasado está condenado a repetirse pero también nos enseña que son posibles las hazañas de sus héroes fuera de un campo de batalla y que la denuncia de la injusticia es el fin más noble que ha prevalecido a lo largo de todo tipo de épocas y transiciones. ¿Qué hubiese escrito Shakespeare en el siglo XXI? Quizás ya lo ha escrito.
Fuente: Blog Más que BlaBlaBla