El último debate electoral entre los candidatos republicanos en EEUU fue televisado por la CNN en Las Vegas. Fue el segundo show (sí, show) más visto en la historia de la cadena. Un éxito total. Cuando la política se convierte en audiencia, en lugar de conciencia, esta pasa a concebirse como un producto de consumo: con sus leyes y sus normas.
Nadie hubiera podido pensar hace unos pocos años (ni tan siquiera dos) que los debates y tertulias políticas ocuparían el espacio central en el prime time televisivo… y en varios canales. O que tertulianos y asesores llegarían a ser candidatos y que los programadores obviarían las leyes electorales, dando cuota de pantalla a partidos sin representación parlamentaria, solo porque ofrecían más combate verbal y tráfico digital. El público, insaciable, quería más.
Estas audiencias ya no se miden solo en el share, sino en el time line. Los programadores diseñan contenidos audiovisuales con una concepción multiplantalla y multiformato. Los móviles y las tabletas se han convertido en la segunda pantalla que replica a la primera. Los espectadores ya no esperan: interactúan ―simultáneamente― con sus redes mientras miran. El mando a distancia ha dado paso al Me gusta. La audiencia que interesa, ahora, es la audiencia social, aquella que se consigue en las redes y en las conversaciones digitales. Ningún programador ignora las nuevas métricas del trending topic.
La televisión es el nuevo Gran Hermano de la política. El espacio desde donde observar constantemente ―como voyeurs― a los distintos líderes, para saber cómo son y cómo actúan, más que para saber qué proponen. Sus ideas son tan relevantes como sus emociones o sus habilidades. Compiten para entretenernos o mostrarnos sus destrezas con la guitarra, el volante, el baile o la cocina. Hacer una tortilla de patatas con Bertín Osborne se ha convertido en la prueba definitiva de la gobernabilidad. El perfil humano, se llama.
El politaintment (política de entretenimiento) ya no es algo curioso e insólito, sino que es habitual, e incluso vital, para cualquier candidato, los cuales compiten entre ellos por aparecer en más y más programas, para llegar a más y más públicos. La comunicación política, pues, también ha cambiado. Las formas, más que nunca, son fondo. Las ideas, son gestos; las palabras, sonrisas; los argumentos, poses. El aspecto ha colonizado el debate político, al mostrar todo su enorme potencial para transmitir poderosos contenidos emocionales ―muchas veces inconscientes― y, la vez, ofrecer un repertorio de contenidos audiovisuales que generan interés y atracción hasta la sobreexposición.
Cuando la platocracia deje de dar audiencia, los políticos dejarán de ser invitados. Veremos si el atril parlamentario es tan atractivo televisivamente como el sofá o la butaca del plató. El nuevo mapa político, y las nuevas frecuencias televisivas, ofrecen un panorama de fragmentación competitivo. El Congreso parece tan ingobernable como la programación. Y el elector, en su dimensión de espectador, será un indicador demoscópico tan relevante (o más) que su opinión en una encuesta. El pueblo se ha convertido en público. Esta es la nueva realidad democrática. Con sus retos y sus riesgos.
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Fuente: Blog de Antoni Gutiérrez-Rubí