¿Por qué ganan los que ganan? ¿Hay algunas señas particulares que definen a los ganadores? ¿Existen los candidatos ideales? Son preguntas que los consultores políticos todavía se hacen y que diversas disciplinas (sociología, psicología, antropología, psiquiatría, neurología, fisiología, biología, etcétera) han intentando responder. La casuística da para todo. Existen ejemplos para respaldar todo tipo de atributos que supuestamente constituyen la base de cualquier personalidad triunfadora en la política.
La mayoría de autores atribuye al “carisma” la cualidad definitiva para hacer la diferencia en los concursos políticos, pero la dificultad retorna a la hora de definir en qué consiste realmente el “carisma”. Wikipedia dice que, en griego, carisma significa agradar o también “hacer favores”; en todo caso define al carisma como “la capacidad de ciertas personas de motivar y suscitar la admiración de sus seguidores gracias a una supuesta cualidad de magnetismo personal”.
O sea, una definición tautológica que no nos ayuda mucho. Ni siquiera Weber, que dedicó buenas horas de sus reflexiones sociológicas al estudio del liderazgo, nos aclara mucho el concepto de carisma. Como diría un filósofo argentino, “carisma es un qué se yo, que se expresa en un no sé qué, y que tienen algunos y que produce que la gente los admire, quiera o respete”.
No hay duda, por ejemplo, que Fidel Castro o Hugo Chávez fueran líderes carismáticos. No eran especialmente agraciados ni arrobaban a las multitudes por su presencia física, pero su verbo encendido, su pasión a la hora de convencer, su histrionismo y sus poses lograban un efecto de seducción de las masas innegable. Pero también Nelson Mandela o Mahatma Gandhi, que no se caracterizaban precisamente por una vibrante oratoria ni por enérgicos discursos, lograron impactar en la gente. En medio de estos ejemplos hay miles de líderes que demuestran que el carisma puede o no estar relacionado a la palabra o al físico.
Los valores intrínsecos de los que ganan tampoco parecen estar necesariamente ligados a lo que las mayorías consideran “lo bueno” o “lo correcto”. En la historia de la humanidad hubo líderes honestos, probos, trabajadores y justos, pero también ambiciosos, crueles, dispendiosos e injustos. Maquiavelo reflexionó al respecto con acuciosidad en El Príncipe, llegando a la conclusión de que son tanto el amor como el temor los que definen la adhesión y fidelidad del pueblo a sus dirigentes.
O sea ¿si no son los atributos, capacidades o características internas lo que definen a los que ganan, entonces qué es? ¿Qué es lo común a los ganadores, qué es lo que hace la diferencia? No lo preexistente sin duda nada con lo que haya nacido el (la) futur@ líder. Las cualidades originales sin duda podrán ayudar, pero no son lo decisivo.
A ganar también se aprende, casi siempre luego de perder muchas veces. En la realidad, del estudio de los triunfadores en política, se puede extraer que son la persistencia, el rigor, la disciplina, la voluntad y la constancia los que marcan la diferencia. Los ganadores son los que se preparan para ganar, los que aprenden de los errores cometidos, los que saben que no pueden esperar resultados diferentes si siempre hacen lo mismo. Ganan precisamente aquellos que descubren que el talento o la belleza no son suficientes ni imprescindibles, a veces ni siquiera importantes. Ganan sobre todas las cosas los que quieren ganar, los que tienen “hambre” de victoria.
Y, claro está, debemos decirlo con toda claridad: ganan l@s que tienen suerte, l@s que, por alguna razón todavía inexplicable para los seres humanos, tienen jugando a la diosa fortuna de su lado. Se sabe que gana el (la) que comete menos errores, lo que en buenas cuentas significa también, que gana el (la) que administra mejor y con capacidad de anticipación estratégica y respuesta contingente el azar.
¿Por qué ganan los que ganan? Porque quieren ganar y, por sobre todas las razones, porque no temen perder.