La política tribal y caníbal no tiene futuro, aunque sí tiene —lamentablemente— mucho de presente. Este tipo de política puede ganar elecciones, pero destroza el campo de lo público para convertir el interés general en un campo de minas intransitable desde las trincheras propias. Así, la sociedad, la política y el espacio institucional queda secuestrado —asfixiado— por la rivalidad cainita, el adanismo arrogante, y la lógica destructiva del adversario reducido a enemigo irreconciliable. Con enemigos, no hay democracia; con adversarios, sí. Estés en el poder, o en la oposición.
El entierro de John McCain, con la presencia y parlamentos de los expresidentes Barack Obama y George Bush que elogiaron la figura del senador y héroe de guerra, se ha convertido en una gran lección democrática de cómo tratar a los rivales y adversarios en una democracia. Obama señaló que, «a pesar de pertenecer a diferentes generaciones y sostener posiciones políticas antagónicas, ambos compartían su fidelidad a algo superior, los ideales por los que generaciones de americanos e inmigrantes han luchado, desfilado y se han sacrificado». El propio McCain, en su última carta a los estadounidenses, publicada por la familia tras la muerte, llamaba a no confundir el «patriotismo» con las «rivalidades tribales».
Alimentar y construir la victoria política sobre la base de la destrucción de tu rival y adversario tiene cinco graves inconvenientes:
1. La destrucción del enemigo nunca es completa. Los rivales políticos no se eliminan, no desaparecen como en un videojuego. No es una tecla supr ni una función delete. Este tipo de estrategias no desvanecen a los adversarios, al contrario. Su resistencia defensiva, a veces agónica, se convierte en una poderosa fuerza de resiliencia. Y las alternancias, cuando llegan, se convierten en venganzas políticas que destruyen capital público, consensos, acuerdos y espacios de colaboración.
2. No hay victorias sin costes. La agresividad de la destrucción conlleva un enorme esfuerzo que desangra a cada contendiente. Las victorias, cuando las hay, son pírricas. Y los vencedores quedan exhaustos, agotados y sin capacidad de convertir su victoria en hegemonía. Las victorias, así, son solo un voto más. Por eso se llaman simples. Las hegemonías son mayorías cualificadas, profundas, amplias, transversales. Duraderas. La guerra al enemigo político no permite este tipo de liderazgos. El combate al adversario, sí.
3. No hay paz, no hay estabilidad. La política caníbal es frágil. Las victorias no son completas, ni sin costes. Estos escenarios dejan el campo público con grandes inestabilidades. La política se atrinchera. No es posible el acuerdo, el pacto, el acuerdo. Los rivales dedican más tiempo a sobrevivir que a vivir. Más tiempo para defenderse que a proponer. La política se vuelve imprevisible, inestable, agónica. Pura táctica. No hay acuerdos de país porque los partidos temen por su integridad amenazada por un rival mutado en enemigo con ambiciones ilimitadas. La sociedad queda atrapada por la pugna permanente y aumenta la desconfianza hacia la política, los líderes, los partidos y hasta la misma democracia.
4. El verdadero enemigo está fuera. Los adversarios saben contender su fuerza, se autolimitan, conscientes que las verdaderas batallas son más importantes que las cruentas guerras entre contendientes políticos. Se trata de temas de país, estratégicos, de larga duración y de gran profundidad. Estos temas no se pueden abordar con la mitad de una sociedad o una dirigencia política o institucional fracturada en dos. Se necesitan acuerdos estratégicos sobre escenarios supra partidarios. Al final, tus adversarios pueden ser aliados, cómplices o socios en casos excepcionales. Los enemigos nunca. La beligerancia extrema es soledad garantizada. Es decir: debilidad. Nunca se tiene tanto poder como para gobernar ignorando o despreciando a tus oposiciones.
5. La guerra no es inteligente. La agresividad destructiva utiliza la fuerza (siempre escasa, siempre insuficiente), alejándose de la racionalidad y del cálculo. La arrogancia substituye al pensamiento: convierte a los líderes en hooligans. La testosterona política desplaza a la neurona política. Esa es la gran diferencia entre considerar a los rivales enemigos o adversarios. Cuando son enemigos, dejas de pensar. La tentación por reducir el problema a su disolución o eliminación impide ver otras alternativas más ganadoras. Y más sostenibles. Más que nunca hay que leer a Michael Ignatieff: «Los líderes prudentes se obligan a prestar la misma atención a los defensores y los detractores de la línea de acción que están planeando». ¿Enemigos o adversarios?
Fuente: Blog de Antoni Gutiérrez-Rubí