Vivimos una distopía. Ningún gobierno del mundo, ningún partido político, nadie podía prever el alcance tan global, tan fuerte y tan inmediato de una pandemia con origen en China, provocada por el coronavirus. La enfermedad Covid-19 se ha cobrado decenas de miles de muertos en cuestión de meses, en prácticamente todos los países del mundo. Y millones de personas se han visto contagiadas.
Se trata de una situación de crisis mundial sin precedentes, en un momento en el que nuestras economías están más globalizadas que nunca. Sin duda, el primer semestre de 2020 marcará un antes y un después en nuestras sociedades.
En situaciones como esta, la política juega un papel fundamental. Por un lado, para gestionar adecuadamente un escenario tan dramático, donde las decisiones rápidas y acertadas son esenciales para proteger a toda la población (tanto desde el punto de vista sanitario como desde el punto de vista económico). Y, por otro lado, para comunicar y explicar honestamente a la población lo que está pasando, las decisiones que se están tomando. Ambas cuestiones implican saber hacerse cargo del estado emocional de los ciudadanos.
Una de las principales herramientas que tienen los políticos para desempeñar con éxito esa tarea son los discursos.
Los discursos de los presidentes de los gobiernos y de sus portavoces (figuras cruciales en estos momentos) son vistos y escuchados por millones de personas, ansiosas por recibir nueva información y pendientes de conocer los escenarios a los que se enfrentan. Hacer buenos discursos en esta situación significa respetar a la ciudadanía. Algo que se consigue mediante algo muy sencillo y, a la vez, muy complejo de hacer: a través de los discursos políticos bien preparados, trabajados previamente por el político y por su equipo, sin burdas (y peligrosas) improvisaciones.
Cualquier político que se tome su profesión en serio desea ser ejemplar, tanto desde el punto de vista de la gestión como de la comunicación política.
Pues bien, para lograr tal objetivo nada mejor que utilizar las técnicas de la “narrativa transmedia”, ya descritas en 2003 por el profesor estadounidense Henry Jenkins.
Básicamente, se trata de lograr que nuestros mensajes principales lleguen al mayor número posible de personas a través de diversos medios y plataformas de comunicación, con el objetivo de garantizar que la información llega adecuadamente.
Así, cualquier logógrafo profesional deberá considerar la capacidad de sus discursos para colocar contenidos no sólo en prensa, en radio, en televisión y en redes sociales, sino, también, en aplicaciones móviles, en audios, en podcasts, en blogs, en códigos QR, en vídeos o en cualquier otro formato que pueda acoger Internet, accesible desde las tabletas y desde los teléfonos móviles.
En 2020 abordar un discurso político en una situación de crisis como la derivada de la pandemia global del coronavirus implica saber conjugar “expansión” (la facilidad que le damos a los ciudadanos para recibir y difundir los mensajes) y “profundidad” (la solidez, el rigor y la seriedad de la información que trasladamos a la población).
Y la piedra angular de esa construcción no es otra más que el discurso político.
No hace falta que sean muy extensos. No hace falta que sean muy sofisticados. No hace falta que sean extraordinarios. Sólo hace falta que estén escritos por profesionales que sepan que los discursos son la base de la información política.
A lo largo de dos siglos, los 45 presidentes de Estados Unidos han utilizado una media de 2.300 palabras en sus discursos de investidura. Esto quiere decir que muy pocos han pasado de los 15 minutos de duración. No necesitaban más. Hacerlo bien requiere tener claros estos cinco principios:
Primero, contar con expertos en redacción de discursos políticos. Deben ser palabras esculpidas y pulidas por asesores profesionales, ya que la elaboración de un discurso requiere de una titánica inversión de tiempo y esfuerzo. Es absurdo que un candidato o un líder dedique días y días a escribir, encerrado en su despacho. Nadie en su sano juicio quiere que los políticos inviertan cientos de horas en redactar sus propios discursos (una tarea ardua que los distraería de su misión principal: proponer soluciones, gobernar, gestionar, resolver problemas y explicar la toma de decisiones). Las ideas y los argumentos de los discursos son responsabilidad del político. La forma en la que se estructuran y cómo se plantean sobre un papel son (o deberían ser) tareas del asesor. Por poner un símil: el político es el arquitecto (es decir, el que diseña y proyecta la casa); y sus asesores son los obreros, los albañiles, los aparejadores, los fontaneros y los electricistas que ejecutan los planos de la casa a erigir (con las indicaciones del arquitecto).
Segundo, el discurso no puede ser mera retórica vacía aunque sea hermosa. Un discurso debe ser oratoria llena de política, de propuestas para hacer políticas públicas o de soluciones. Un discurso no es ornamentación: es el principio de la acción.
Tercero, los discursos políticos son ejercicios del habla y, por lo tanto, están escritos para ser escuchados. Sabiéndolo, los logógrafos los escriben para los oídos de las personas. Frases cortas, conectores bien marcados entre idea e idea y precisión en el uso del lenguaje, sencillo (que no simple) y bien contextualizado para el momento que se esté viviendo, tanto desde el punto de vista racional, como emocional.
Cuarto, un discurso debe estar correctamente escenificado ante el público presente y ante el público que nos ve a través de los medios de comunicación. Y, por supuesto, conviene declamarlo con un teleprompter (la mejor herramienta inventada hasta la fecha para lograr una escenificación tranquila y segura de los discursos).
Y, quinto: un discurso que aspire a convertirse en narrativa transmedia debe haber sido escrito tanto para los presentes como para los espectadores de días futuros. Porque los buenos discursos se escriben tanto para quienes los van a escuchar de cuerpo presente como para los medios de comunicación, que alojarán en sus portales nuestra intervención para que sea vista en cualquier momento y lugar por cualquier persona con acceso a Internet. Por eso es tan importante no alargarse demasiado y definir muy bien nuestros mensajes fuerza, los titulares y los cortes queremos que se graben en los corazones y en las cabezas de los ciudadanos. En directo nos suelen escuchar cientos o miles de personas. A través de los medios de comunicación nos ven y nos escuchan millones. El discurso demuestra ser un magnífico portador de enmarcados (frames), de mitos, de metáforas y de figuras retóricas (aliteraciones, anáforas, triadas, conduplicaciones, etc.) con un objetivo: construir nuestro relato político y persuadir (o demostrar) al ciudadano de que estamos haciendo bien las cosas.
En definitiva, cualquier buen discurso político, y muy especialmente en un contexto de crisis como la generada por la pandemia del coronavirus, debería tener un gran trabajo intelectual detrás. Porque su misión es demostrar el liderazgo.
Nunca olvidemos su poder, nunca despreciemos su capacidad para transformar y para construir. Los discursos son la brújula de cualquier travesía política, son los cimientos de cualquier edificio social. Son los pilares del relato simbólico, es decir, de lo que, en gran medida, somos los seres humanos.
Fuente: comunicacion-politica.com