Una de las frases a la que estamos acostumbrados los consultores políticos cada vez que encaramos un nuevo proyecto es aquella con la que nos suelen recibir nuestros circunstanciales anfitriones: “
”.
Sea que nos encontremos en una metrópoli inmensa y superpoblada como el Distrito Federal de México o que hubiésemos recalado en un pequeño municipio de los andes peruanos. Es lo mismo si estamos en el Caribe a 40 grados a la sombra y rodeados de palmeras que si nos hallamos en Potosí a 4.000 metros de altura y con un frío que cala los huesos. En todas partes los políticos piensan que sus campañas y la manera de convencer a los electores son específicas y particulares.
Y la verdad es que tienen razón: ninguna campaña se parece a otra, pero también están equivocados: todas las campañas, se realicen éstas en Japón, en Sudáfrica o en Europa, tienen rasgos comunes y resultan muy parecidas.
Las campañas son distintas entre sí como diversos y únicos somos cada uno de los seres humanos que poblamos la Tierra. Pero así como somos especiales, también todos somos muy parecidos en lo esencial y estructural. Nos diferenciamos por lo accesorio (el color de la piel, la fisonomía, el fenotipo), por rasgos culturales (idioma, costumbres, hábitos), pero todos tenemos un cerebro, un corazón, el mismo sistema nervioso, los sentidos, etcétera. De igual manera las campañas se diferencian unas de otras por la historia y la geografía electoral, la sociología del voto, el entorno y las condicionantes propias de la elección en cuestión, pero en todas partes el electorado decide su voto más o menos siguiendo el mismo patrón.
En efecto, los electores votan sobre todo obedeciendo a sus impulsos: ya sea por afecto y adhesión a un candidato o a una organización política; o por aversión a un postulante o un partido. Por supuesto que también una parte del voto se decide racionalmente y otra con el interés de la prebenda inmediata, pero a estos votos, llamémoslos del “cerebro” y del “estómago”, son menos decisivos que los del “corazón” y el “hígado”.
Ahora bien, no es que unos electores votan con el “corazón”, otros con el “cerebro”, otros con el “hígado” y otros con el “estómago”, no, de ninguna manera. Todos los electores, en diverso porcentaje de acuerdo con las condicionantes especiales, votan con todos estos elementos, pero siempre, en todos los casos, lo emocional se impone a lo racional o pragmático. Esto sucede porque el proceso de persuasión que implica una campaña electoral es en el fondo un ejercicio de seducción y, como se sabe desde tiempos inmemorables, la seducción es un proceso eminentemente emocional.
Todas las campañas necesitan una adecuada investigación que permita el diseño de una estrategia exitosa: necesitamos encuestas, grupos focales y entrevistas de profundidad, todo con el objetivo de conocer a los electores con los que nos estamos enfrentando. Todas las campañas requieren una adecuada organización territorial y funcional que disponga sus recursos humanos en sintonía con la estrategia para el logro de los objetivos planteados. Todas las campañas deben utilizar la comunicación política de la manera más eficaz posible para transmitir el mensaje que queremos a los electores y lograr de esta forma estimular una reacción que logra el afecto hacia nuestro candidato y, si se puede, la animadversión hacia nuestro contrincante. Todas las campañas deben planificar hasta el último detalle del día de las elecciones para no perder la probabilidad de ni un solo voto.
O sea que las campañas requieren muchos elementos que son comunes a todas y que, si bien debemos tomar en cuenta con humildad y respeto las especificidades de cada caso, debemos tener siempre el valor y el coraje profesional para poder responder cada vez que nos reciben con un: “Aquí las cosas son diferentes”, con un suave, pero firme: “Sí, pero también son iguales”.