Por: César Toledo
He pasado la mayor parte de mi vida profesional ayudando a la gente a comunicarse mejor, y si algo he aprendido en más de veinticinco años de experiencia es que ningún método de entrenamiento resulta del todo eficaz si antes no reconoces que tienes un problema y pides ayuda.
La primera e indispensable condición para requerir los servicios de un asesor de comunicación es admitir que realmente necesitas su colaboración, porque de lo contrario todos los esfuerzos serán estériles. Y ya se sabe, los empeños inútiles conducen irremediablemente a la melancolía. La petición de auxilio, por tanto, debe salir de lo más profundo de la conciencia, dejando al margen vanidades, egos y demás rarezas de nuestra particular flora y fauna narcisista.
A la hora de recurrir a un asesor de comunicación, el postureo no vale, hay que hacerlo convencido. Por muy elevado que sea tu rango en la organización política o empresarial, por muy líder o gran profesional que creas ser, si no estás dispuesto a desnudarte, mejor ni lo intentes. Es así de simple, y así de difícil para algunos perfiles de personalidad. Lo explica con exquisita precisión el guionista británico David Seidler en “El discurso del Rey” (2010), una película tan didáctica como terapéutica, que vale la pena volver a ver, aunque solo sea por el soberbio mano a mano de Colin Firth y Geoffrey Rush.
Entre los malos comunicadores existen dos especies bien diferenciadas, pero de apariencia y conductas muy parecidas. Por un lado, están quienes desprecian el valor científico de la comunicación y, por otro, quienes creen que la dominan sobradamente. Los primeros se quedan cortos, los segundos se pasan. Los primeros suelen pensar que esto de la comunicación es un asunto menor y tal… Los segundos, en el fondo, quizás piensan lo mismo, con el agravante de considerarse buenos comunicadores sin más evidencia que su propia autocomplacencia.
En ambos casos, la arrogancia -no siempre consciente- es el denominador común. Y en ambos casos el mal se agrava y cronifica cuando la tómbola de la vida los premia con algún triunfo político, profesional o personal. Entonces resulta mucho más complicado bajarlos del pedestal sin trauma, porque su sistema emocional de recompensa no hace otra cosa que reforzar la conducta errónea, el consabido “si he llegado hasta aquí, por algo será”.
Pero a lo que iba, igual que existen las excusas de mal pagador (olvidé la cartera en casa, perdí la factura, la próxima semana, mañana cuando cobre…), existen también las excusas de mal comunicador, construidas sobre el mismo y ridículo fundamento evasivo. Son muchas y muy variadas, pero en mi trabajo me tropiezo a menudo con tres que se repiten como los buenos tuits.
La primera excusa del mal comunicador es “yo soy así“, una suerte de reafirmación reivindicativa que suele esconder algún tipo de inseguridad. Quien la formula cree que su derecho a ser como le da la gana lleva implícita la obligación de los demás de tener que aguantarlo. Craso error.
La segunda excusa es “la gente no me entiende” (o “la gente sabe lo que quiero decir”, en su versión positiva), con la que el mal comunicador elude toda responsabilidad sobre los efectos de su comunicación: somos “los otros” quienes debemos descifrar su particular código.
Y la tercera excusa es “yo ya no cambio“, cacofonía basada en otro grave error: considerar que las aptitudes innatas son lo mismo que las habilidades adquiridas.
Por el contrario, quienes llegan a ser buenos comunicadores no ponen excusas, y son capaces de cuestionárselo todo en el proceso de aprendizaje, incluyendo su forma de ser. No les asusta descubrir nuevos aspectos de su personalidad, que hasta ese momento ignoraban, y se ocupan de verificar el efecto que su conducta causa en los demás. Saben que cada individuo no es solo de una manera, sino de muchas, que estamos en constante cambio y evolución, y que hasta en el último minuto de nuestra vida podremos aprender algo si adoptamos la actitud correcta.
Los buenos comunicadores disfrutan y crecen con la autocrítica, y desarrollan constantemente su talento para la observación y la propiocepción. Antes de cuestionar la capacidad de entendimiento ajena se preguntan por su propia habilidad para expresarse con eficacia, y prestan atención al aspecto emocional tanto o más que al racional. En condiciones normales, todos, absolutamente todos los humanos, podemos ser buenos comunicadores, lo traemos de serie. Y para descubrirlo no hay excusas que valgan.
Fuente: análisisnoverbal.com