Por: Luis Tejero
De un lado, una presidenta con fama de honesta e inflexible ante las irregularidades, pero cuyo partido (PT) está metido hasta el cuello en una avalancha de casos de corrupción.
Del otro, un vicepresidente reservado y conciliador que aguarda su turno en el primer peldaño de la línea de sucesión al Palacio de Planalto, pero que también tiene su imagen lastrada por la mala reputación de otras siglas (PMDB) igualmente involucradas en esos mismos escándalos de desvíos de dinero, sobornos y cuentas secretas.
Y entre medias, millones de brasileños indignados que preferirían que ni ella, Dilma Rousseff, continuara en el poder pese a haber sido reelegida hasta 2018, ni él, Michel Temer, ocupara eventualmente su sillón sin pasar por las urnas.
Lo confirma un sondeo reciente: el 55% apoyaría unas nuevas elecciones antes que un Gobierno liderado por el actual vicepresidente, opción defendida por apenas el 12% de los encuestados por la consultora Ideia Inteligência. Pero una convocatoria electoral anticipada no figura entre los posibles desenlaces del proceso de impeachment que está tramitándose en el Congreso Nacional en Brasilia.
Así que, salvo sorpresa judicial o un difícil acuerdo entre ambos para renunciar simultáneamente, parece improbable que la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, el 5 de agosto, vaya a estar presidida por otro mandatario que no sea Dilma –así la llaman sus compatriotas– o Temer, en función de lo que decidan los 513 diputados y 81 senadores.
Los destinos de la ex guerrillera y economista (68 años) y del veterano parlamentario y constitucionalista (75) llevan unidos desde las elecciones de 2010. Ella, como la heredera de Luiz Inácio Lula da Silva que disputaba su primera campaña, y él, como discreto número dos tras haber presidido la Cámara de los Diputados. Nada tenían en común, más allá del mutuo interés en sumar la fuerza de sus partidos –los dos mayores del país– para acumular poder en las urnas y repartírselo después en forma de cientos de cargos bien remunerados en la Administración para asesores de confianza, militantes, familiares o amigos.
Difícil gobernabilidad
En realidad el PT, de izquierda aunque más moderado que el bolivarianismo, y el PMDB, heredero de la oposición a la dictadura militar y sin una ideología demasiado definida, ya venían respaldándose mutuamente desde la era Lula como parte del sistema conocido como “presidencialismo de coalición”. Dado que cada vez existen más partidos con representación en el Congreso brasileño –hasta 25 a día de hoy–, los gobernantes se ven obligados a formar alianzas con un buen puñado de esas formaciones heterogéneas para sostenerse y sacar adelante sus medidas en el Parlamento.
El pacto Dilma-Temer, sin embargo, se ha desmoronado en las últimas semanas.
Ante la perspectiva de un posible relevo en Planalto en cuestión de semanas, el PMDB ha desembarcado del Ejecutivo con la promesa de entregar todos sus cargos salvo el del vice, que se considera un puesto conquistado en las urnas y además da acceso a la Presidencia de la República en caso de impeachment.
El divorcio, anunciado en un discurso de apenas tres minutos tras una larga década de alianza, ha empujado a Dilma, habitualmente reacia al juego político, a reabrir el mercado de intercambio de votos por cargos para sobrevivir al veredicto del Congreso.
Y así, siglas que en principio nada tienen que ver con ella como el Partido Progresista (PP), conservador pese al nombre y salpicado de corrupción por los cuatro costados, o el Partido Republicano Brasileño (PRB), vinculado a la iglesia evangélica, han entrado en las rondas de negociaciones para recibir favores y nombramientos en ministerios o en empresas estatales a cambio de entregar el soporte, al menos parcial, de sus bancadas parlamentarias.
Cuestión de números
Tanto el Gobierno como la oposición –aliada implícitamente con Temer– hacen horas extra en pasillos y despachos para asegurarse los apoyos necesarios mientras se acerca la votación en el pleno de la Cámara, prevista a partir del 15 de abril. Según el reglamento del impeachment, los adversarios de Dilma necesitan sumar dos tercios de los diputados si quieren que el proceso avance hacia una decisión definitiva en el Senado. En cambio, a la presidenta le basta con que un tercio se manifieste en contra, se abstenga o incluso se ausente para que el juicio político sea archivado.
En el precedente de Fernando Collor en 1992, la inmensa mayoría de la Cámara votó a favor de su destitución y él mismo tiró la toalla antes de ser condenado por los senadores.
Esta vez, ni unos ni otros tienen el triunfo garantizado. Lo único seguro es que el debate sobre la continuidad o caída de Dilma, más allá de dejar al descubierto los errores en la gestión económica y en el comportamiento ético del actual Gobierno, también está destapando todo lo que ya funcionaba mal antes de su investidura.
“Por sí sola, una destitución de la presidenta difícilmente servirá para cambiar drásticamente el sistema político perverso en el que viven actualmente los brasileños”, advierte Andrea Murta, directora adjunta del centro para América Latina del Atlantic Council en Washington. “Salvo que el impeachment vaya acompañado de una reforma política más amplia, el sistema sencillamente se perpetuará”.
Y en el caso de que Dilma sobreviva, el panorama tampoco parece demasiado prometedor.
“Imagina que el Gobierno vence la batalla en la Cámara: no habrá mucho que hacer con poco más de 172 diputados [de 513]”, plantea Murillo de Aragão, presidente de la consultora política Arko Advice en Brasilia. “¿Gobernará con medidas provisionales?”, se pregunta. Y añade: “A Dilma le será muy difícil enfrentarse a más de 300 diputados motivados a seguir intentando el impeachment, porque la batalla no se cerraría con la primera petición. Sería una victoria pírrica, y las victorias de ese tipo no tienen gran utilidad si no queda piedra sobre piedra para reconstruir una base razonable. Perder en política siempre es malo, pero ganar de cualquier manera es pésimo”.
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Fuente: Blog de Luis Tejero