Por: Alejandro Yordi W.
Por más seductora que sea la idea de llegar a la mayor parte de la población a través de un solo canal –Facebook, por ejemplo– y por un precio excesivamente barato en comparación a los medios tradicionales, todavía no se ha demostrado que este formato de comunicación pueda marcar una diferencia real en la intención de voto del electorado.
El supuesto alcance de estas redes es bastante relativo. Y no porque en los países latinoamericanos predominen los estratos sociales más humildes y, por ende, no tengan la posibilidad de acceder a tales redes fácilmente, sino más bien porque sus usuarios acceden a ellas para consumir contenidos muy diferentes a los ofertados políticamente.
Tener al alcance de la mano, o en este caso, al alcance de un clic, la información o propaganda política de tu preferencia no es un motivo para consumirla. Los mensajes políticos se diluyen entre una infinidad de contenidos más atractivos para los usuarios que van desde el estado emocional de una amiga hasta el último blooper de una mascota adorable.
Recientemente, un estudio de la Ohio State University encontró que el acceso a internet y toda la información que ella contiene ha significado poco o nada en la promoción de los valores democráticos, como la participación política, pues al igual que nos ha abierto una puerta para informarnos y educarnos, también lo ha hecho para entretenernos. De modo que, más que cambiar nuestras actitudes, las profundiza pues nos permite hacer lo que más queremos en vez de modificar nuestros hábitos e intereses.
Como sucede en los debates, es muy difícil que un espectador cambie de opinión, así quede demostrado su error en la argumentación. Porque los espectadores –o la mayoría de ellos– no suelen presenciar este tipo de actividades para inclinarse hacia alguna de las opciones, sino para confirmar y reforzar sus creencias previas. Y así ocurre en cualquier medio de comunicación.
De modo que nuestro interés debe enfocarse en el fondo y no en la forma. A fin de cuentas, la tecnología puede ofrecernos múltiples herramientas para conseguir mejores resultados, pero si no sabemos usarlas pierden todo su valor.
Quisiera partir de una idea que no es nueva pero que resulta fundamental y debemos tener muy clara: nadie es experto en la comunicación por redes sociales. Hay casos de éxito y casos de fracaso. Hay muchos ejemplos de cómo lograr un resultado, pero son muchos más los ejemplos de cómo, siguiendo la misma metodología, no se consigue la meta propuesta. Cada caso es único y sólo nos podemos guiar por algunos conocimientos base, por la experiencia, por ciertas tendencias, probabilidades y, en última instancia, por instinto. No hay receta para ser viral.
Hoy día no hay dirigente político que no esté plenamente interesado en contar con una presencia digital. No se equivocan, para la generación del milenio y las audiencias más jóvenes, las redes sociales son las páginas amarillas de la actualidad. Si no estás en las redes, no existes.
Sin embargo, se trata más de campañas de branding para no perder terreno ante la competencia, que campañas efectivas para sumar adeptos. La necesidad de estar por estar, publicar por publicar, se ha vuelto una costumbre compartida por casi todos. Hacer la diferencia, destacarse entre tantas voces similares, no ha sido un objetivo común. La gran mayoría de los dirigentes políticos en redes sociales son uno más del montón, es decir, ruido digital.
La creciente tendencia de políticos sin contenido, que se esfuerzan por verse en el espejo de las redes sociales, tratando de convencerse a sí mismos de que son relevantes, sólo refleja su accionar autómata que los aleja de su intención principal.
Difundir contenido propio o ajeno, enfocado en el día a día de las actividades políticas de los dirigentes, no es material atractivo para casi ningún seguidor. Ver foto tras foto, video tras video de reuniones, marchas, y apretones de manos no nos invitan a creer más en la capacidad del líder para impulsar los cambios que anhelamos. Así como tampoco lo es el leer noticia tras noticia sobre lo que piensa y declara cada dirigente de su partido político. Porque no se trata de las mil y una fotos abrazando a la señora humilde o besando al bebé que sonríe, sino de establecer una conexión emocional con el público clave.
Seguimos cayendo en el error de no segmentar apropiadamente. Desestimar la selección de audiencias específicas por el miedo a perder un público más amplio que otro dirigente podría capitalizar.
No podemos persuadir a todos, ni podemos agradarles a todos. La democracia no funciona así. Debemos generar una coalición de públicos con la que nos sintamos a gusto. Una audiencia que pueda creer en nuestras propuestas porque, de alguna forma, nosotros también somos parte de esa audiencia.
No podemos mentirle al electorado, si es que queremos generar un verdadero vínculo con ellos. Y para lograrlo debemos entender de primera mano la situación que vive y así defender sus intereses, solucionar los problemas que sufren y no los que dicen las encuestas. Porque éstas no miden emociones, y los grupos focales son sólo un complemento a la vivencia de calle, al ponerse en el lugar de nuestro público y ser uno más del grupo. Después de eso veremos si nos conviene llevar una comunicación de empatía o más bien aspiracional, pero tendremos una idea clara de cuál debe ser nuestro discurso y nuestra propuesta política capaz de convencer y movilizar seguidores.
Esto no lo hace la comunicación por sí sola, requiere un trabajo político y una reflexión permanente del líder y su equipo. Así creas compromiso y ganas voluntarios capaces de multiplicar tu comunicación sin que por ello tengas el control. Porque a lo que más puede aspirar un dirigente político es que su proyecto se convierta en el proyecto de toda su comunidad.
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Fuente: Política Comuicada