Por Alberto Astorga
Cada vez que se convocan elecciones del ámbito que sea y apenas los partidos y coaliciones salen a la calle a toque de precampaña, surge el manido tema del “voto útil”. Con él, los partidos pretenden pedir el voto para su formación, haciéndonos ver la evidente utilidad que nos supone a todos los votantes de bien que ellos obtengan cuantos más votos mejor, mientras que desacreditan el votar por otras opciones, aunque sean ideológicamente similares y, a priori, peor situadas en las encuestas, por tratarse, dicen, de votos inútiles que van directos a la papelera del colegio electoral.
Lo hace Pablo Casado, que quiere aunar en el PP los posibles votos a VOX y a Ciudadanos que también están, en principio, en contra de cualquier opción de pacto con las izquierdas. Lo hace también Ciudadanos, en situación de rascar tanto entre votantes del PP como del PSOE. No es tampoco ajeno VOX, informando que, grosso modo, el voto útil que pide el PP daría 17 escaños a Podemos. Lo plantea el PSOE de Pedro Sánchez, que dice ser el único garante de la estabilidad y aspirante a aglutinar el voto de la izquierda, ahora que han abandonado sus tradicionales idearios socialdemócratas. Incluso le sirve el argumento a Podemos, que, en tal tesitura, se ve investido de pura izquierda y no de izquierda sobrevenida. Apelar al voto útil lo han hecho y, desgraciadamente, lo siguen hacen todos.
“Apelar al voto útil no deja de ser un intento de coaccionar la voluntad del votante haciéndole ver la bonanza de no solo cambiar su elección, sino sus escala de valores, sus principios y sus creencias”
La petición es legítima, como todas en democracia, pero supone presentar un escenario en el que cobren protagonismo la incertidumbre y el temor del votante y desdibujar la verdadera opinión y sentir de los ciudadanos a quienes se consulta.
Pero, ¿qué significa el voto útil para los electores? ¿qué emociones produce en cada persona? ¿qué impresión perciben los ciudadanos ante esa solicitud? ¿cómo afecta realmente al voto que se depositará el día del sufragio?
Votar es la expresión máxima de cualquier proceso democrático. Es la respuesta del elector a aquello sobre lo que se le pide opinión. Como el tamaño de los estados y de las comunidades hacen imposible votar sobre todos y cada uno de los asuntos públicos, debemos elegir con cuidado a los representantes políticos a los que confiamos nuestra opinión y nuestro criterio. No hay, en definitiva, nada más importante en la convivencia social que elegir a aquellos que nos representan.
Pero debemos tener en cuenta que esta elección política esta muy lejos de la racionalidad que quisieran los partidos políticos y mucho más cerca de las emociones que se despierten en el votante. Si sentir es gratis, pensar supone un esfuerzo.
El psicólogo y consultor político Daniel Eskibel, afirma que “una de las batallas más emocionantes de la historia de la humanidad consiste en querer ver todas sus decisiones como el producto de la razón”. Pero, en realidad, nadie decide nada solo con la razón, sino que el componente emocional inconsciente cuenta en nuestra decisión con muchísima más influencia.
Apelar al voto útil no deja de ser un intento de coaccionar la voluntad del votante, haciéndole ver la bonanza de cambiar su elección por otra elección que a buen seguro y a priori considera peor. Supone adulterar la opinión social presentando las consecuencias de un primer deseo de elección como causante de males y desastres futuros. Pedir al votante que abandone sus principios éticos, sus valores más íntimos, sus creencias, en aras de intereses partidistas que se ocultan tras las cortinas del temor, la incertidumbre y la inseguridad es, en mi opinión, una aberración democrática intolerable. ¿Qué podemos pensar de un partido y de unos líderes que nos proponen abandonar nuestros valores, nuestros principios más personales y nuestras creencias, a cambio de un interés coyuntural sin determinar?
Hay nervios, muchos nervios, en las formaciones políticas. Esta en el aire seguir en el tablero de juego durante cuatro años más. Unos, en el poder; otros, controlando los aparatos del partido para garantizar su propia continuidad y esperar una nueva oportunidad para ser alternativa de gobierno; todos con excelentes sueldos además de las prebendas y prerrogativas que concede el cargo en disputa.
Nuestro sistema constitucional confiere a los partidos políticos la potestad de expresar el pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y ser instrumento fundamental para la participación política. Son el aro por el que cualquier aspirante político está obligado a pasar, porque en unos comicios solo podemos elegir, por tanto, a aquellos que los partidos presentan. A nadie más. Da igual listas abiertas o cerradas. Aunque votar es, por tanto, una manifestación de lo que el ciudadano desea, ese deseo o esa capacidad de elegir pasa por el filtro de aquello que los partidos quieren que elijamos.
Esta capacidad de presentar candidatos sigue absolutamente blindada. Aunque las llamadas primarias hayan supuesto una cierta manera de participación de los militantes en la dirección política de los partidos, siguen siendo los aparatos, los dirigentes, los que confeccionan las listas electorales conforme a intereses, simpatías y lealtades personales al jefecillo de turno, dejando al margen otras consideraciones de experiencia, capacidades o habilidades. Así vemos como se quitan unos y se ponen otros; como se mantienen posiciones de privilegio injustificables; como se ponen en manos de individuos sin experiencia ni bagaje profesional importantes decisiones y responsabilidades en la comunidad.
Esta forma de elaborar las listas en los partidos políticos también tiene una respuesta emocional en los electores que ven con resignación infinita, y en ocasiones con indignación contenida, como más que elegir representantes, lo que se les está pidiendo es que con su voto “útil” les ayudemos a formalizar un contrato de trabajo que avale los trapicheos de recolocación profesional de aquellos que interesa a los partidos políticos.
Las razones son importantes, los argumentos también. La búsqueda del bien colectivo es irrenunciable, pero más importante aun son las emociones, las creencias de los votantes, su código ético, sus valores, sus principios. Son lo que configura sus señas de identidad como individuos. Menospreciarlo puede tener respuestas inesperadas y contraproducentes.
Es innegable que en democracia la cantidad es importante, pero también lo es la calidad democrática. La elección libre del ciudadano, el diseño de la voluntad popular sin miedos ni coacciones. Las emociones de la mano de las razones. Algo que no parecen ver ni los unos, ni los otros.
La participación política, el ejercicio del derecho a votar en conciencia, aumenta el sentido colectivo de la responsabilidad de la gestión política y debe obligar al comportamiento honesto y ético de los líderes políticos y de sus organizaciones.
Fuente: Blog Vision Coach