Por: Luis Tejero
(Publicado en El Mundo, el periódico para el que trabajé como corresponsal en Río de Janeiro).
Rojos contra azules. Pobres contra ricos. Nordeste contra Sudeste. La apuesta social e intervencionista de Lula da Silva y Dilma Rousseff contra el modelo liberal de Fernando Henrique Cardoso y Aécio Neves. Unos corruptos contra otros… bueno, también corruptos.
Como se dice en Brasil, “um sujo falando do mal lavado” (un sucio hablando de un mal lavado).
El mayor país de América Latina concluyó el domingo una de las elecciones más turbulentas, y con un tono más negativo, desde que dejó de ser una dictadura en la década de los 80. Hasta tres candidatos distintos llegaron a figurar como favoritos en algún momento de estas últimas semanas, aunque ninguno de ellos fue capaz de satisfacer plenamente los deseos de renovación política que millones y millones de ciudadanos venían expresando en las calles y en las encuestas.
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A pesar de que tres de cada cuatro brasileños decían querer un cambio de rumbo en la forma de gobernar el país, al final el éxito de Marina Silva fue sólo un espejismo y la Presidencia terminó decidiéndose entre los mismos partidos de siempre. Con esta ya van seis veces consecutivas (1994, 1998, 2002, 2006, 2010 y 2014) que los dos primeros colocados son los candidatos del PT y PSDB.
Las dos caras de Brasil
La reedición del clásico PT-PSDB simbolizó la polarización entre dos bloques. Una división reflejada en el mapa electoral tanto en la primera como en la segunda vuelta, con enormes diferencias entre las zonas más pudientes y las menos favorecidas. Las primeras están representadas por el estado de São Paulo, gobernado por el PSDB desde los años 90 y más favorable a Aécio. En el lado opuesto se encuentran las regiones Norte y Nordeste, en las que los programas sociales del Gobierno atienden a un mayor porcentaje de familias y donde Dilma consiguió sus mejores resultados.
Ese choque entre los dos Brasiles –o los mil Brasiles: recordemos que es un país 16 veces mayor que España– dio como resultado una campaña más agresiva de lo habitual, con anuncios de televisión que insinuaban que Marina dejaría a los brasileños sin comida en el plato o presentaban a Aécio como un juerguista que se niega a pasar controles de alcoholemia. En definitiva, un terreno abonado para losmarqueteiros, los asesores encargados de ensalzar las virtudes de sus candidatos y explotar las debilidades de sus oponentes.
Y en ese juego sucio tenía ventaja la presidenta y candidata a la reelección, puesto que contaba en su equipo con João Santana, el genio creativo que en los últimos cinco años ha comandado las victorias del salvadoreño Mauricio Funes, el dominicano Danilo Medina, el angoleño José Eduardo dos Santos y los venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro, además de la reelección de Lula en 2006 y el triunfo de la propia Dilma en 2010.
En el momento más caliente de la campaña, la oposición llegó a tacharlo como un discípulo de Joseph Goebbels. Tampoco Lula contribuyó al rebajar el tono cuando comparó al PSDB con los nazis e incluso con Herodes. Pero, al margen de discusiones sobre ética electoral, la estrategia de João Santana consiguió sobradamente su objetivo de perjudicar la imagen de sus rivales.
En agosto, cuando Marina Silva ocupó la vacante del fallecido Eduardo Campos, sólo un 11% del electorado decía que no la apoyaría “de ninguna manera”. Mes y medio después, esa “tasa de rechazo” se había disparado hasta el 25%. En el caso de Aécio Neves, ese indicador aumentó desde un 16% en julio hasta un 21% durante la primera vuelta, y del 34% al 41% en la segunda.
Voto ¿obligatorio?
Independientemente del resultado final, el perdedor de estas elecciones ha sido el votante moderado. Ante un clima de tanta bronca en la calle, en las televisiones y en las radios, no es casualidad que en la primera vuelta se registrara el mayor índice de abstención (19,4%) y de votos en blanco (3,8%) desde 1998. Hartos de escuchar acusaciones cruzadas de corrupción y discusiones sobre los errores del pasado en lugar de soluciones para el futuro, decenas de millones de brasileños optaron por quedarse en casa o, al menos, no apoyar con su voto a los dos partidos que llevan 20 años turnándose en el Palacio de Planalto.
Ante este panorama, el próximo Gobierno de Dilma se enfrentará a la difícil misión de recomponer políticamente un país dividido y consolidar una mayoría estable en un Congreso fragmentado entre 28 partidos de ideologías muy dispares, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha.
A partir del 1 de enero de 2015, la coalición vencedora deberá ponerse a la tarea de recuperar el consenso. Sólo así el gigante latinoamericano podrá llevar a cabo las reformas que tanto necesita en sanidad, educación o seguridad, que, de forma nada casual, suelen figurar en las encuestas como los temas que más preocupan a los brasileños.ema
Fuente: Blog de Luis Tejero