Vivimos tiempos confusos y convulsos, un espacio para estadistas y, también, para deformaciones y excesos en las maneras de entender el poder. El maestro y referente, Peter Drucker, afirmaba: «administrar es hacer las cosas bien, liderar es hacer las cosas correctas». El líder se autolimita, el ‘hiperlíder’ ejerce su poder sin —casi— contrapesos y, en muchos casos, en sociedades poco vigilantes, o fuertemente condicionadas, donde la denuncia pública del exceso acarrea incluso riesgo personal.
La política democrática corre el riesgo de sucumbir a la irrupción y consolidación de líderes, pontífices o monarcas, como Vladímir Putin, que administran su poder con una potencia autorreferencial que hace imposible la concepción de un poder compartido, condicionado o limitado. Esta deriva debilita nuestra cultura democrática y la sustituye por la de la audiencia, el mercado o el dominio. La democracia, así, se convierte en un ritual hegemónico del poder, no en una construcción democrática del poder.
Estas serían algunas de las características del hiperlíder:
1. La simplificación del pensamiento. «Si la única herramienta que se tiene es un martillo, pensará que cada problema que surge es un clavo», Mark Twain. Simplificar lo complejo es una tentación constante de estos modelos de liderazgo, para ofrecer la solución (su solución) como única alternativa. Reducir lo complejo a binario impone un marco mental de a favor o en contra (del líder), sin matices, sin gama de grises. Tan binario como falso, tan binario como autoritario.
2. La emocionalidad política. «Lo importante es transformar la pasión en carácter», Kafka. El hiperlíder canaliza las emociones en marca personal, en estilo. Las propias y las del humor social. Esta tentación pasional inhibe un modelo de liderazgo argumentado y sereno. Donald Trump es un exponente de esta característica. Todo se convierte en químico y agitado, en pasión política, no en razón política. Ignorar las emociones es un problema, sublimarlas hasta el paroxismo es explosivo en política.
3. La política como genialidad. «Un hombre de genio toma sus fallas como errores, y voluntariamente los transforma en portales de descubrimiento», James Joyce. La tentación hacia la pulsión genial, al instinto, al trazo… reduce la política al gesto, invalida la ponderación equilibrada. La evaluación es sustituida por la inspiración acrítica. El follow me se convierte en la consigna, la orden y el argumento de poder.
4. La política esteticista. El hiperlíder convierte la política en efecto, en destello que le ilumine. El culto por el ritual, la liturgia, la escenificación, es una condición escénica para su ejercicio. Lo vimos, por ejemplo, en la toma de posesión de Emmanuel Macron. Dominio visual y ambiental, como parte de una seducción de las voluntades o dominación de las discrepancias. La escena convertida en espacio sacro, en iglesia. Esta obsesión estética y visual esconde una fascinación por el poder icónico, marmóreo. El poder deviene escenario con espectadores, en lugar de ciudadanos.
El liderazgo es una virtud, el hiperliderazgo un problema.
Publicado en: revista Ethic (nº36 – 2018)
(Ilustración de Javi Muñoz)
Fuente: Blog de Antoni Gutiérrez-Rubí