Richard Rorty (Estados Unidos, 1931-2007) ha sido uno de los grandes filósofos norteamericanos. Poco antes de su muerte, escribió un breve y sugerente ensayo, “Una ética para laicos”[1], en el que reivindicaba una ética que no estuviera subordinada a la religión, sino que tuviera una autonomía constituyente del rearme moral de nuestra sociedad y fuera un importante recurso para garantizar el futuro de la humanidad.
Cada vez es más evidente que una de las causas más profundas de la crisis de la política es la desconexión entre praxis política y moral política. Una causa a la que no se dedica, lamentablemente, el tiempo y el coraje necesarios para abordar un debate imprescindible y urgente sobre el rearme moral en el proceso de renovación y reformulación de una nueva política de orientación progresista.
La política se está quedando huérfana de filósofos en un inexorable y preocupante éxodo del discurso moral. Sin ellos, desvariamos desnortados en una cartografía que desdibuja la política en gestión. Casi sin darnos cuenta, la política ha ido perdiendo a sus más brillantes pensadores, renunciando a hacerse preguntas profundas, para ofrecer respuestas superficiales, de manual. Sin sentido. Eso es lo que nos aleja del sentimiento de las personas, la ausencia de sentido y profundidad de muchas prácticas y políticas públicas que parecen incapaces de comprender la complejidad y el vacío que provoca una política sin espíritu.
Hay que volver lo andado, quizás, para recuperar el espíritu de la política, releyendo y recuperando en un ejercicio crítico de actualización a los clásicos de todos los tiempos, sin los cuales no es posible ninguna modernización. Pero no lo conseguiremos si la política formal no se esfuerza con determinación en buscar una nueva alianza con la filosofía para renovar y rearmar la dimensión moral y ética de la acción política. Para rebelarnos contra el determinismo histórico. Para hacer posible lo urgente y lo necesario.
«Que los filósofos reinen en las ciudades o cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía», añoraba Platón en su libro La República. Y para explicarse mejor introducía la metáfora del barco: un Estado es como un barco que, para poder llevarnos a buen puerto, tiene que estar bien diseñado y construido; y, fundamentalmente, dirigido por un buen navegante… por el mejor de la tripulación. Este mejor piloto, para Platón, en su ciudad ideal, debía ser filósofo, ya que la filosofía, en la ética platónica, concedía el conocimiento de las ideas del bien y la justicia, de forma tal que el liderazgo de un filósofo-gobernante se basaba en la virtud y en el conocimiento de la excelencia. En los años noventa, François Châtelet, fundador del Collège International de Philosophie de Francia y autor de Una historia de la razón, entre otras obras fundamentales, recuperaba la doctrina del filósofo-gobernante e insistía: «conviene que el filósofo sea el rey o que el rey fuese filósofo».
Y hoy, ¿hay espacio para la filosofía en la política?
Esta misma pregunta me hacía, hace un par de años, en mi libro Filopolítica: filosofía para la política. Pero la verdad es que, hoy, la inmediatez táctica y el electoralismo de demasiadas ofertas políticas nos alejan la ponderación y la distancia que son necesarias para una política meditada. Esto que denominé filopolítica se opone diametralmente a la política pop o politainment, la mezcla intencionada entre política y banalización. Esta espectacularización de la política domina gran parte del espacio político mundial. Se imponen los ritmos mediáticos y la trivialización del discurso.
Sin embargo, en los últimos diez años, la política latinoamericana ha dado algunas muestras de renovada filopolítica, y no justamente porque sus líderes fueran filósofos de profesión. Antanas Mockus, doctor en filosofía y alcalde de Bogotá en el período 2001-2003, fue, creo yo, una de las pocas excepciones en la región; las ocupaciones de los políticos latinoamericanos tienden a ser, por lo general, abogados, economistas, militares, ingenieros, médicos, etc. Pero no se trata de eso, sino que la política latinoamericana parece haberse apropiado del origen etimológico de la palabra filosofía: amor por la sabiduría. Sus gobiernos hicieron, y hacen, un gran esfuerzo por la universalización de la educación y buena parte de sus líderes se han convertido en verdaderos promotores de la cultura letrada.
Educación para la política y políticas para la educación
La filopolítica es una nueva praxis política que recupera la esencia de los valores y las ideas. Como bien indicaba el filósofo mexicano Fernando Buen Abad Domínguez, la política se adueña de una «filosofía a la que no lo es posible callar, ser indiferente o conformarse con este mundo. Una filosofía crítica plena de valores de justicia, libertad, igualdad, dignidad humana…». Esta filopolítica que propone hacer del debate público una batalla de ideas está liderada por personalidades que hacen gala de su intelectualidad y cultura poniéndolas al servicio de su audiencia de forma pedagógica. Como por ejemplo, lo que actualmente hace el expresidente dominicano Leonel Fernández, cuando todos los martes recomienda un libro en sus redes sociales.
La otra cara de esta filopolítica latinoamericana está definida por las políticas educativas. Y aquí hay un gran cambio respecto a Calípolis, la ciudad ideal de Platón: mientras su pensamiento utópico restringía el acceso a la educación —conforme a la desigualdad que reinaba en Atenas—, en Latinoamérica se vienen desarrollando, hace ya varios años, múltiples programas de inclusión educativa. Así, al plan regional impulsado por la Organización de Estados Iberoamericanos denominado Plan Iberoamericano de Alfabetización y Educación Básica de Jóvenes y Adultos se sumaron diversos programas nacionales. El caso más paradigmático es el del programa cubano «Yo sí puedo», un método nacido en 2001 que, mediante recursos audiovisuales, ya ha enseñado a leer y a escribir a más de 8,2 millones de personas en 30 países diferentes.
Paralelamente, otro grupo de políticas persigue la mejora de la calidad educativa, ya no tanto el aumento del número de matrículas, ni la llegada de la enseñanza de lectoescritura a sectores históricamente marginados. Entre estas políticas de calidad educativa encontramos en la región numerosos ejemplos de programas de formación docente, aumento de la inversión en infraestructura, apuesta por programas internacionales de bachillerato, ampliación del sistema de becas estudiantiles, alfabetización digital, etc.
Pese a los todos estos avances en materia educativa, todavía el 9 % de la población mayor de 15 años es analfabeta, según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), y la calidad de la educación fue referenciada como la preocupación clave de la región en la reunión ministerial Educación para Todos en América Latina y el Caribe que tuvo lugar en octubre del año pasado.
Es por ello que educación, ciencia, tecnología e innovación serán los temas que ocuparán la agenda del próximo año de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
En enero, Ecuador asumió su presidencia pro témpore en un contexto favorable, el de estos últimos años, en el cual ha incrementado el acceso a la educación en todos los niveles y también ha logrado mejorar considerablemente su calidad educativa, esto último según estudios comparativos de la UNESCO. La filopolítica no es sofocracia (el gobierno de los sabios, según Platón); es democracia e inclusión. La filopolítica es poner el conocimiento al servicio de la política y la política al servicio del conocimiento. Sociedades más cultas, conocimientos más distribuidos, políticas con más filosofía. Este es el camino.
[1]“Una ética para laicos”, Richard Rorty. (Presentación: Gianni Vattimo). Katz Editores. Madrid, 2009
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Fuente: Blog de Antoni Gutiérrez-Rubí