Por: David Redoli Morchón
En 2013 el catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca, Manuel Alcántara Sáez, publicó un artículo académico (en la revista Perfiles Latinoamericanos) titulado ‘De políticos y política: profesionalización y calidad en el ejercicio público’. En él, el profesor Alcántara reivindicaba a los políticos profesionales y concluía, taxativamente, que ‘la calidad de los políticos afecta a la calidad de la política’, proponiendo que ‘la exposición pública de sus méritos, así como de su trayectoria, y el debate previo entre diferentes candidatos y con distintos sectores sociales’ fueran mecanismos de selección de políticos.
Pues bien, suscribiendo esta tesis, hay otro factor importante que afecta a la calidad de la política: la profesionalidad de los asesores de los políticos. Y muy especialmente de los asesores en materia de comunicación pública.
Se ha escrito muchas veces y lo vuelvo a escribir: la comunicación ha pasado a ser un aspecto central de la actividad de las altas posiciones públicas. De hecho, la comunicación política es consustancial al acto político.
Teóricos tan destacados como Manuel Castells sostienen que la democracia moderna ya no es concebible sin un efectivo vínculo de comunicación entre las instituciones públicas y los ciudadanos (cada vez más y mejor informados, más formados, más exigentes y con más canales informativos a su disposición).
De ahí la importancia que cobran los asesores de los políticos en materia de comunicación, quienes pueden serlo como parte de su corriente partidista o, simplemente, como profesionales externos que, desde sus empresas, son contratados para prestar servicios de asesoría profesional.
En países como Estados Unidos o el Reino Unido los asesores políticos (internos y/o externos) son un colectivo consolidado. Es más, se considera una auténtica profesión, que cuenta con prestigiosos profesionales con amplio reconocimiento público y académico. Ejemplo de ello son Ted Sorensen (que trabajó con Kennedy), William Safire (quien se desempeñó con Nixon), Ann Lewis (la mano que mecía la comunicación de Bill Clinton), Charlie Fern (asesora para George W. Bush) o el joven Jon Favreau (redactor jefe de los discursos de Obama entre 2007 y 2013). Los nombres de todos ellos han quedado íntimamente ligados al de los líderes norteamericanos a los que sirvieron.
Sin embargo, en otras latitudes los asesores de los políticos en materia de comunicación no son muy numerosos (ni muy conocidos). Son aún profesionales en ciernes. Suelen ser personas con sólida formación académica y que han trabajado muchos años en el contexto de la política (siempre en segunda línea). Existen, por lo tanto. Otra cosa es que no conozcamos sus nombres y apellidos.
No obstante, poco a poco, empieza a reconocerse (y a valorarse) la labor de los profesionales de las bambalinas políticas. Porque en pleno siglo XXI los ciudadanos tienen derecho a saber quiénes asesoran a los políticos (que son representantes y gestores a la vez) que ellos han elegido a través de las urnas. En países de amplia tradición democrática los asesores políticos son consustanciales al ejercicio de la política (y de la calidad de la política). Por eso, en las poliarquías más consolidadas está perfectamente asumido que un buen político debe rodearse de un sólido (y públicamente reconocido) equipo de profesionales para hacer bien su trabajo. Y entre los miembros de ese equipo siempre habrá especialistas en comunicación pública. Contratar a los más adecuados ya es tarea del político.
En un momento en el que se culpa a la ‘comunicación’ de algunos de los males que aquejan a la política, se hace necesario recordar (y subrayar) la importancia de la comunicación en la arena pública. Porque culpar a ‘los asesores de comunicación’ de un presunto vaciamiento de la política equivale a señalar a ‘los asesores económicos’ como responsables últimos de la crisis económica que nos asola (olvidando que los asesores asesoran, pero no deciden nada, por mucha influencia que puedan llegar a tener).
En una arena pública tan cacofónica y tan vertiginosa como la actual, tan expuesta a los medios de comunicación y a las redes sociales, solo la gestión de los líderes con una nítida, reconocible y bien articulada comunicación, acabará fraguando. Así lo resume el sociólogo Luis Arroyo, al concluir su extraordinario libro El poder político en escena: ‘sobreviven (los líderes) que dan con la narrativa oportuna, quienes resultan creíbles al contarla y quienes la representan sin descanso’. A lo que yo añadiría ‘y sobreviven mejor aquellos políticos que vinculan sólidamente lo que dicen (su storytelling) a lo que hacen (su storydoing).’
Como conclusión, debe quedar claro que la comunicación es un medio, no un fin en sí misma (exactamente igual que la economía). Y que tanto los políticos como sus equipos de asesores son consustanciales a la calidad de la política y, por ende, de la democracia. De ahí la importancia de seguir avanzando en la profesionalización (bien entendida) de ambos. Sin olvidar nunca que la política es la gestión del espacio público en beneficio del interés general, explicando a los ciudadanos por qué y para qué se toman las decisiones que se ejecutan con el dinero de sus impuestos. Algo que, además de hacerlo bien, hay que comunicarlo mejor.
Fuente: PR Comunicación